Mártires entre moros y cristianos (27 de julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Cada vez que me topo con la aljama mezquita de Córdoba me entra un escalofrío sagrado, un ambiente de fe de millones de creyentes que por allí han ido y por allí van, una encanto de mezcla musulmana cristiana que ennoblece, que estremece, su purifica. La aljama cordobesa es, fundamentalmente, capricho de Abd al-Rahman II, quien hizo todo lo posible para que los adoradores de Alá tuvieran un lugar de fe perdurable y, quizá sin pretenderlo, también de perdurable fe cristiana. Uno ve iglesia, sinagogas, mezquitas, pagodas, templos hindúes, catedrales y a la fuerza tiene que pensar en Dios, y así la arquitectura sea distinta, tengan o no tengan torres, haya o no altares, la mente se le llena de un solo díos, sin otro apelativo, sin otro color, sin otra vestimenta, sin otro lenguaje; un dios desnudo, sin aditamentos, el único y a la medida de todos.
Y uno llega a la conclusión de que son los poderes terrenos, los terrenos poderosos, quien se empeñan en vestirnos a Dios a su medida y excluirlo del resto de las medidas. Y fue lo que ocurrió en tiempos de Abd al-Rahman, un cordobés exquisito para la construcción del lugar de adoración al dios hecho a su medida, pero con carácter de exclusividad. Es lo que han hecho igualmente otros jefes de adoradores de otras religiones, y posiblemente es esto lo que todos los creyentes han padecido, continuamos padeciendo y muy posiblemente seguirá alargándose el camino, por muchos intentos de ecumenismos que procuremos.
Es el caso que, en Córdoba, y en esta época, vivían moros y cristianos en el mismo espacio y con la misma gracia, y se enamoraban entre ellos, y tenían descendencia, y continuaban las creencias de lado y lado sin que la vida se alterase en demasía. Porque el amor, y eso sí está demostrado, supera a todo y hasta a todo vence. Pero Abd al-Rahman había hecho construir una aljama y en esa aljama no había más adoración que la suya. Y así comenzó el desbarajuste. Amor y política se mezclaron y la creencia se confundió.
Así ocurrió con estas dos parejas: Aurelio, hijo de mahometanos ricos, de gente de alcurnia, y Natalia descendiente de cristianos. Casados y todo, se entendían; casados como estaban, no deseaban que una mezquita los apartase de su amor. Otro tanto ocurrió con Félix y Liliosa, sangre mahometana y cristiana unida, pero que funcionaba. Pero vino el exquisito arquitecto Abd al-Rahman II ha desunir lo que el amor había consagrado.
De ahí en adelante, lo de siempre. Si reniegas de la fe que profesas, todo va bien; si te empecinas por no honrar a Alá en la mezquita, todo comienza a desmoronarse. Y como ninguna de las dos parejas dio su brazo a torcer, como se empecinaron en seguir unidos en el mismo sacrosanto amor por ellos decidido, el cristiano, como se negaron a perjurar, el poder ordenó la condena. Son condenas religiosas, claro que lo son, repetidas una y mil veces entre moras y cristianos, entre cristianas y moros. Condenas que han quedado plasmadas en romances, y condenas que, hasta muy seguramente, y por las mismas razones, hoy perduran.
Y es una lástima porque, pienso, tan digno lugar de adoración al Dios auténtico y creído es la pagoda, la mezquita, la sinagoga o la catedral. Y en todos estos recintos sagrados podemos asegurar que se encuentran mártires por la intransigencia de los creyentes de cada templo.