Santiago, el del camino (25 de julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

En Compostela, y gracias a Santiago, hay fiesta todos los días. Todos los días llega un peregrino, dos, mil. Todos los días hay una promesa cumplida, un camino recorrido, una esperanza cumplida. Todos los días los peregrinos suben las escalinatas que dan a la catedral, acarician la primera estatua del Apóstol, se dan el primer coscorrón, avanzan los primeros pasos, contemplan el botafumeiro, el cual no ejerce diariamente, es verdad, pero que siempre está ahí para que los peregrinos saboreen un perfume de incienso de siglos, un perfume que es olor de santidad de caminos andados y de término conseguido.
Si solamente fuera por esto del camino, Santiago sería ya el de mayor preferencia de la mayoría de los creyentes. Quien no haya recorrido el camino siempre se quedará con las ganas de recorrerlo. Quien no se haya parado en el centro del Obradoiro jamás comprenderá qué se siente cuando uno se encuentra en el mismísimo Pórtico de la Gloria, que comienza siendo piedra tallada y termina siendo espíritu transfigurado. Si solamente fuera por eso ya estaría llena la página de la historia de Santiago, el Mayor, uno de los preferidos de Jesús, aquel apóstol marinero que un día se hizo a la mar y llegó hasta la mar de Galicia. Y allí se quedó para que hasta allí acudieran todos los peregrinos posibles, de todos los siglos posibles, y de todas las geografías posibles.
Santiago era pescador, empresario del mar según nos cuentan, con barca incluida y obreros a su mando. Y mal talante. Dicen que era explosivo, hijo del trueno. Dicen que era orgulloso. Dicen que estaba claro en el camino que había elegido al seguir al profeta de Galilea: conservar un puesto en el reino, junto a él, cuando aquella revolución posible y antirromana se hiciera efectiva. Pues este pescador, que tomó la decisión de seguir al profeta luego de que un mal día de pesca no pudo pescar, pero vio llena su barca por las instrucciones del galileo, eligió el mejor lugar para perpetuarse siglo tras siglo: las aguas gallegas y sus rías, la ciudad de Compostela y su embrujo, el cansancio de los caminantes y sus esperanzas.
Sigo creyendo que el gran milagro de Santiago es que gracias a su gracia alguien inventó el camino. Aparte de folclores y otras publicidades, que también las hay, el camino que desde cualquier lugar del mundo termina en Compostolea, es una oración andante que desgraciadamente no se le ocurrió a Don Quijote; pero es igual: todos los que lo hemos transitado lo hicimos con igual fantasía, para quebrar entuertos espirituales y otras dolencias, para ajustar nuestros pasos a esa vida itinerante que nos purifica.
A Santiago se le ha acusado de belicosidad y creo que no. Sólo con postrarse ante ese sarcófago toda belicosidad fracasa, enmudece, se desmorona. Porque ese lugar es un remanso de paz, al menos para mí lo fue, y no hay quien se atreva a decir que, una vez postrado ante el sepulcro, no le haya pasado nada.
Santiago es el pescador atrevido de esa Betsaida gallega que ha hecho del mundo entero caminos de mar y tierra para que todos podamos anclar en ella. Por eso, para mí, Santiago, el atrevido, es mi santo y desde los quince años que me acerqué a él lo llevo como propiedad.