San Apolinar, el desterrado (23 de julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Hay individuos que nacen con la virtud de la tozudez, y este tal Apolinar se me antoja uno de ellos. Lo he bautizado como El desterrado, porque lo suyo era la persecución y el destierro. Estos primeros hombres y mujeres que se empeñaron en la creencia de Jesús, el profeta de Galilea, poseen un temple especial. Siempre me he preguntado que por qué en sus sospechas no estaba permitida la duda. Una fe nueva como la cristiana, sin otras experiencias que la respaldaran, puede incitar a dudas en los iniciados. Pero hete ahí que no, que no solamente la duda no entraba en sus entendederas, sino que defendían la nueva fe con todo lo que hay que defenderla, la vida incluida.
Me he enterado que sus primeros pasos en la fe los dio al lado de San Pedro, y claro, eso ya es una garantía. Y San Pedro tuvo que confiar en él, pues de inmediato lo puso al frente de los creyentes de Ravena, su ciudad natal. Estamos en los primeros tiempos del cristianismo y todo hay que verlo como incipiente: hombres y mujeres que se parten el pecho y nadan contra corriente defendiendo lo minoritario, desafiando a la religiosidad oficial del imperio, escondiéndose cuando no quedaba más remedio para sobrevivir. Hombres y mujeres que no buscaban el martirio como si ese fuera el objetivo; se topaba con él, es verdad; lo asumían es cierto; pero no salían a la calle para que los atraparan y los llevaran al circo, los descuartizaran las fieras, los expusieran al escarnio público, los mutilaran. No, no iban en pos de la muerte, sino que, siempre que podían, la sorteaban. Aunque su sangre pudiera ser semilla de cristianos, como realmente lo fue, su intención no era ir regando surcos por doquier sino ofrecerla antes de claudicar. Eso sí.
Y esto es lo que resalta de la vida de este obispo de Rabona, discípulo de San Pedro, y quien, por lo mismo, le informó con lujo de detalles todo lo que había venido ocurriendo. Y ante una verdad tan patente, Apolinar se dedicó a lo suyo: a expandir la nueva doctrina.
Lo detuvieron en Ravena y lo expulsaron. Y regresó. Tuvo que huir para Bolonia porque su vida peligraba. Y también de Bolonia lo echaron. Y escapando en barco, naufragó. Se salvó. Pero su tozudez lo empujó una vez más a su ciudad, a su diócesis. Una, dos tres veces lo intentó. Y una, dos, tres veces lo apresaron, lo torturaron, lo encarcelaron y lo desterraron.
Sus amigos le dijeron que se escondiera, que su vida peligraba. Y se escondió. No deseaba la muerte sino continuar el camino porque Pedro, el Apóstol, ya le había advertido: hay que divulgar la buena noticia, hay que universalizar las enseñanzas del Maestro. Así les que se escondió.
Pero lo descubrieron. No se sabe si alguien lo denunció, que también puede ser, porque estas denuncias siempre caben. Lo cierto es que lo descubrieron y el gobernador lo entregó a la muchedumbre, para salir de él de una vez por todas. Lo molieron a palos, eso es lo que dicen los códices que cuentan su martirio. Pero no terminaron con su vida. Alguien lo recogió creyéndolo muerto, y alguien le permitió que continuara viviendo. Así es que este de Apolinar fue un martirio no concluido, quizá porque él no quería morir sino continuar insistiendo en lo que su maestro, Pedro, le había dicho: propagar las enseñanzas del Maestro.