Lorenzo, el predicador (21 de julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Era el siglo XVI, y qué no decir de la Italia del siglo dieciséis, de la gente de la Italia del siglo XVI, del arte en la Italia del siglo XVI, de las grandezas y las miserias de la Italia del siglo XVI. Era el siglo XVI con toda la grandeza religiosa de ese siglo, con todo el arte perdurable que ahí está para la posteridad, con todos los conventos de monjes y monjas llenos de santos y de miserables, de creyentes sinceros y de arrimados, de penitentes y de libidinosos, de personas que eligieron el sacrificio para su salud espiritual y la de los demás, y otras que se refugiaban en los claustros para medrar. Era un siglo con mucho oropel en palacios, con mucho fasto en las fiestas, con muchos escritores dando rienda suelta a su imaginación, con muchos predicadores anunciando las penas del infierno a quienes no se avenían a la vida correcta. Era un siglo en blanco y negro, mucho espíritu purificándose y mucha carne solazándose. Pues hijo de este tiempo fue Lorenzo, natural de Brindis y que ya desde joven intentó poner remedio al desbarajuste evidente.
Ingresó en los capuchinos. Siempre fueron los capuchinos religiosos de pocas palabras, más dados a las intimidades que a las excentricidades. Protegidos en su hábito pardo andaban de acá para allí divulgando la humildad, esmerándose por enderezar los esfuerzos, divulgando esa creencia cristiana que todavía se veía amenazada por los embates de los turcos. Y este tal Lorenzo fue un religioso más, un hombre de a pie, un individuo sin otras pretensiones que las de la predicación. Estaba convencido de que la palabra bien dicha era más eficaz que cualquier otra arma, y a eso se dedicó, a divulgar la fe de púlpito en púlpito, a predicar en las plazas, a divulgar la fe desde cualquier rincón que la ocasión le prestara.
No se le atribuyen grandes milagros, posiblemente porque no hace falta. Cuando el milagro diario es la rutina convencida de hacer el bien aunque no se note, ya pareciera que el milagro no existe. Y es, no obstante, cuando más se hace efectivo, sin alharacas, sin promociones de ningún tipo.
Y uno de sus milagros, en mi modo de entender, fue el de guiar a la congregación de los capuchinos por buen puerto. Que no resultaba sencillo, ni en el siglo dieciséis ni en ningún siglo. Los conventos, puertas adentro, no siempre relucen como las fachadas, y resulta más complicado solucionar triquiñuelas internas que predicar desde un púlpito. Y a este tal Lorenzo le encomendaron ese trabajo: guiar a sus compañeros en religión por el camino recto. Dicen que lo consiguió.
Pero quizá lo más espectacular de este capuchino de Brindis fue su actuación cuando los turcos, un ejército de 60.000, invadió Checoslovaquia para reducir a los cristianos. No había quien pudiera contra ella. Solamente 18.000 eran los católicos empeñados en defender su religión. Hasta que entró en escena el padre Lorenzo y, con un grupito de compañeros capuchinos, se dio a la tarea de arengar a las tropas. Iban vestidos con el atuendo de su hábito pardo y en vez de espada llevaban una cruz. Y en la garganta el grito, el ánimo, la fe. Y vencieron.
Los soldados cristianos dijeron que quien había ganado aquella batalla fue el padre Lorenzo y su grupo de religiosos. Y sin matar a un solo musulmán. Son cosas que han quedado escritas y que yo transcribo.