Elías, el del carro de fuego (20 de julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Este Elías es espectacular. Hasta en la forma de aparecer y desaparecer fue espectacular. Este es el Elías, el profeta, que un día se aupó en un carro de fuego, o en lo que fuera, despegó y todavía no ha regresado. Quiero decir que todavía no sabemos si está vivo o muerto, o si algún día regresará por el mismo camino que se fue, envuelto en fuego o en cualquier otro resplandor que se le parezca. Este es un profeta para la especulación y también para la película de moderna fantasía, para todas las suposiciones, incluidas las de los platillos voladores, para todas las posibilidades. Dicen que aquel día un carro de fuego se lo llevó al cielo. Y así está escrito para que cualquier especulación prospere.
A mi Elías, el profeta, me gusta sobre todo por su temple. Y sobre todo por enfrentarse a Jezabel, la perversa mujer de un rey de escaso temperamento. Porque Jezabel, la mujer de Acaba, se las traía. Era mala a rabiar, según se cuenta, y no dejaba títere con cabeza cuando alguien intentaba salirle al paso. Se le puso entre ceja y ceja que aniquilaría a todo cuando ejerciera de profeta en Israel, y a fe que cumplió la amenaza. No quería saber absolutamente nada de Yahvé y de sus creyentes y engatusó a su esposo, el desdichado Acab, rey judío, para que en el lugar del dios de Israel campearan los ídolos extranjeros, los suyos.
Y se ordenó la matanza. Los que se salvaron fue gracias al mayordomo real, quien se aventuró a jugársela y escondió a los profetas que pudo en cavernas. Elías se salvó. Huyó. Lo de Elías no eran las cavernas. Huyó para regresar, y para predicar las maldades de la intrusa. Y en la huida castigó al rey y a la reina con la profecía de una gran sequía. Se cumplió. Durante tres años se negó a llover. Y cuando estas cosas pasan, los que mandan se tambalean.
Pero la mujer, erre que erre. Un tal Nabot tenía una finca de buen ver, la cual se le antojó al rey. Pero Nabot no quería deshacerse de ella. Jezabel arregló el desaguisado: envió a secuaces para que lo mataran y, desaparecido el perro, muerta la rabia. Así que la finca, sin mayores contratiempos que la de la sangre derramada, pasó a manos del rey gracias a los buenos oficios de su esposa.
Y claro, Elías a la carga: no te está permitido, eso es ofender a Dios, Dios habla por los profetas, la injusticia es el mayor pecado, y el robo, y los asesinatos. Pero Jezabel se reía de la voz de Elías, se mofaba de todo israelita auténtico e inducía a su esposo a negar al único Dios. Así es que a Elías no le quedó otra que volver a profetizar. Y profetizó que Yahvé, el dios de los judíos, restauraría la razón en aquel pueblo, y la voz de los profetas volvería a ser libre, y la sangre inocente no volvería a ser derramada. Pero para ello Acaba caería en desgracia, sería derrotado y Jezabel moriría de muerte trágica.
Poco duró la sonrisa en los labios de Jezabel. Su esposó cayó y cayó ella. Literalmente cayó. Los vencedores la arrojaron desde lo alto de la muralla y una guarida de perros hambrientos le devoró las carnes.
Llegó el carro de fuego y trasladó al profeta a ese lugar que se llama cielo, de donde no ha regresado. Esto sucedía en el año 850 antes de Cristo.