Arsenio, el refranero (18 de julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Y venían de todas partes para escucharlo. Y les dijo:
- Muchas veces he tenido que arrepentirme de hablar hablado, pero nunca me he arrepentido de guardar silencio.
Cuentan que hablaba así, sobre la base de refranes. Frases cortas. Poca floritura. Nada de charlatanería. Y es que estaba convencido de que, hablar por hablar, no conduce a nada. Quien más habla es el que menos dice, o el que dice solamente por decir. Quien más habla suele perder la credibilidad. Por eso se dice que el charlatán no hace más que hablar paja. Y, a pesar de que no hablaba en demasía, venían de todas partes a escucharlo, porque lo que decía, lo decía con fundamento. Respuestas cortas. Sabiduría concentrada. Así dicen que era el hablar de este Arsenio, un senador romano, un educador de hijos del emperador, un elocuente hombre de corte, un individuo que, a los cuarenta años, decidió cambiar el rumbo de su vida, abandonar la ciudad camino del desierto, abandonar la corte camino del monasterio, abandonar el oropel y anclarse en el monasterio. Y hasta el monasterio acudían de todas partes para escuchar sus refranes, porque eso era lo suyo, la frase corta, la sabiduría en pocas palabras, el consejo sin mucha floritura.
No lo recibieron bien en el claustro. No lo recibieron bien porque no era gente de su condición. Casi lo trataron como a un perro. Y dicen que para probarlo.
- Vamos a ver si es tan humilde como parece.
Y el superior no dejó que se sentara para comer, como los demás. Y no se sentó.
- Vamos a ver hasta donde llega. No le den plato.
Y el superior tomó una rebanada de pan y la lanzó al suelo.
- El suelo es el mejor asiento y el mejor plato para los humildes.
Así dijo el superior y a Arsenio no le quedó otra que agacharse, alargar la mano hasta el mendrugo y sentarse en las losas.
Y fue entonces cuando comprobaron que sí, que había dejado en la ciudad sus ropas de senador, sus sillones de palacio y su palabra altisonante. LY comenzaron a tomarle aprecio.
En los monasterios suelen ocurrir estas cosas: confundir la prueba con la humillación. A veces muy sutilmente. A veces más groseramente. Y solamente triunfa quien aguanta. Pero en ocasiones resulta difícil de aguantar. Siempre he pensado que estas pruebas no proceden de lo alto sino de la envidia, y quien las ordena no les el mejor conductor hacia el camino de la santidad.
Acudían de todas partes a escucharlo. Y se llevaban a su destino buena cantidad de sabiduría envuelta en refranes. Entre todas las que dicen que dijo me ha gustado ésta: “La ciencia infla y llena de orgullo, y en un corazón orgulloso Dios no hace obras de arte en santidad”.
Así es que en aquel tiempo, año 450, también los senadores romanos desconfiaban de sí mismos, dejaban las ínfulas de mando y se agachaban para recoger del suelo el mendrugo de pan que un abad había arrojado al piso, para probarlo.