Los divorciados

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Como conozco a muchos y no hallo en ellos pecado, al menos no de consideración, no entiendo, desde hace mucho tiempo que no entiendo el por qué la iglesia se empeña en apartarlos de la mesa común, que es la mesa de fe, de la convivencia y del amor. Creo que el divorcio, y con todos los respetos, es un acto de amor, quiero decir, un apartamiento de ese lugar común, de esa convivencia que separa en vez de unir. Creo que el divorcio es un recurso santo para que no terminen desgarrándose ni nos cuerpos ni los espíritus. Creo que el divorcio consciente y con causa es igualmente sagrado como el casamiento consciente y con causa. Y creo igualmente que quienes condenan al divorcio deberían de haber pasado por el trauma de un casamiento venido a menos, quiero decir, de un sacramento que ya no lo es. Así les que, para mis entendederas, defender el divorcio con todas las de la ley, las divinas y las humanas, es defender el sacramento del matrimonio con todas las de la ley, las divinas y las humanas.

     Y me alegro sobremanera que esta herejía que profeso no sea solamente mía, sino que ya ande rondando las entendederas teológicas de los obispos, en el sínodo, y también las del papa. Pues dicen que se nota flexibilidad en el Vaticano a este respecto. Así es que, con el visto bueno del Sínodo, o al menos de algunos de sus protagonistas, en este caso el arzobispo de Nueva Zelanda, John Atcherly Dew, los intelectualmente herejes podemos dormir más tranquilos, sospechando, al menos, que nuestros presentimientos no son tentaciones demoníacas, sino lógicas pretensiones teológicas sobre aquello que Dios ha unido. Porque si lo que Dios ha unido no debe separarlo el hombre, tampoco debe empeñarse en pegar aquello que, a los ojos de Dios resulta impegable.

     Parece que algo vamos adelantando, al menos el poder hablar, opinar, de algo que hasta ahora parecía exclusivamente reservado a los sesudos teólogos de una teología impracticable.

     Dicen las estadísticas que solamente en Estados Unidos se encuentran en esta situación de divorciados condenados a acercarse a la mesa del señor unos siete millones. No digamos en Europa, que es más católica por tradición que la nación del Norte. Y no digamos España, cuando para vivir como Dios manda no había más remedio que pasar por el altar. Así es que si sumamos todos los excluidos estamos ante un verdadero campo de concentración.

     Claro, que no es la cantidad lo que cuenta. Lo que cuenta es la calidad, y la calidad es la situación humana de reclusión a la que se ven obligados tantos creyentes que han cometido el único pecado que no es pecado: querer vivir nuevamente en paz y como Dios manda. Y a eso llegaremos, estoy convencido, aunque todavía pasen días. Pero ya en el Sínodo los arzobispos se atreven a proclamar esta sinrazón, con el beneplácito de muchos de sus colegas que todavía no se aventuran a alzar la voz, por si acaso.

      Y es que tengo amigos, amigas, que quieren acercarse a la mesa y no los dejan. Son hambrientos de verdad, tal como ha pronosticado el arzobispo John Atcherly  Dew. Ni siquiera Lázaros, a los que el amo, por malo que fuera, al menos le consentía, junto al perro, arrebañar las migajas.

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