San Alejo, el de la escalera (17 de julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Cuando uno de muchacho se escondía, por eso de jugar a un escondite de mentiras, por eso de que anduvieran gritando tu nombre, y dónde estás, y tú, nada, arrinconado, acurrucado, esperando el momento en el que te hallaran, no sabía por qué cuando la abuela dictaba la sentencia de “muchacho, te pareces a San Alejo”, era por lo del escondite. Lo curioso de este personaje es que prácticamente durante toda su vida ocultó su identidad. Y durante diecisiete años se sirvió de la escalera para que nadie supiera quién era realmente quien allí se encerraba.
Resulta que el tal Alejo no era un cualquiera. Por poseer, en su casa había abundancia, y para la diversión toda una Roma del siglo V que podía plegarse a sus caprichos. Hijo de gente rica y de sociedad alta llegó a la conclusión al poco de toparse con toda la holganza, de que aquel trajinar no le llevaría por buen camino. Y luego de pensarlo, y de no consultarlo, se despojó de su condición de gente de ley, se disfrazó encerrándose en unos harapos, salió a escondidas del entorno, y se encaminó hasta Siria, para que allí nadie le preguntara ni quién era y de dónde venía.
No se lo puso muy fácil a los curiosos. Se empeñó en sus harapos y en la profesión de la mendicidad, que no es profesión halagüeña, sobre todo cuando no hay necesidad de profesarla. Mendigaba para él, porque aunque había hecho de su cuerpo un lugar de penitencia absoluta, algo tenía que meterle para continuar mendigando. Todas las profesiones exigen sacrificios, y él mendigaba para sí y para quienes necesitaban tanto y más que él, pero sin vocación de mendigar.
Pasó desapercibido durante bastante tiempo, hasta que alguien divulgó la verdad:
- El tal Alejo no es mendigo sino que de tal anda disfrazado. Tengo noticias de que procede de buena cuna y de familia pudiente. Lo que hace, lo hace porque ha renunciado a su condición.
Bastó este descubrimiento para que Alejo desanduviera el camino y se encaminara de nuevo hacia Roma, su lugar. Y, disfrazado de mendigo, se atrevió a solicitar quehacer en la casa de sus padres. No se dio a conocer y ellos tampoco lo identificaron. Le dieron trabajo, pero humillante, y le pusieron a dormir debajo de una escalera. Y diecisiete años permaneció en casa de los suyos, en labores degradantes y en lecho poco digno. Pero no escondido. La escalera no era su escondite aunque sí su lugar de penitencia.
Hasta que enfermó gravemente. Quizá en esos momentos de reflexión que superan a la reflexión rutinaria tomó la decisión de confesar:
- Soy Alejo, el que un día se escapó de casa.
- ¡Es Alejo! ¿Cómo no nos hemos percatado?
- ¿Por qué has hecho esto? ¿Por qué nos has humillado, humillándote?
Y Alejó contó. Y los padres comprendieron y aceptaron. Y lo ayudaron a bien morir,
Aunque el último tramo ya no fue la escalera.
Pero ahí queda el cuento para entender cuando la abuela nos diga:
- ¡Te pareces a San Alejo detrás de la escalera!.