Fermín, el valerosa (7 de julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

No es Fermín, es San Fermín, para los navarros y para todo aquel que se precie de ser aficionado a los encierros y, en general, a la fiesta taurina. San Fermín es popular por demás. Lo nombran las canciones navarras y los chupinazos de los cohetes. Lo nombran las fiestas pamplonicas, las juegas, la semana entera, día y noche, días y noches, hasta que se canta el “pobre de mí”. San Fermín es santo de pañuelo rojo al cuello y de pantalón, camisa y zapatilla blanca. San Fermín es una semana explosiva y sin descanso, una semana para enloquecerse, una semana para olvidarse del sueño, para desgarrarse la garganta, para darle a la bota, para darle a la juerga. San Fermín es también una procesión, claro que lo es, y un enjambre de devotos, claro que los tiene. Pero San Fermín, lo queramos o no, está asociado a fiesta, a algarabía, a desentumecimiento.
Nació en Pamplona, allá por el siglo IV, y eso lo dice todo. En su vida presenció una corrida de toros, ni corrió por la cuesta de santo Domingo delante de los morlacos, ni tuvo cornada de asta. Jamás pudo imaginarse este obispo pamplonica que su nombre estuviera asociado a tanta algarabía. Sus devotos son por partida doble: por el de la santidad, que también los tiene, y también lo acompañan en la procesión, y por el de la algarabía, que son los más y que acuden a Pamplona desde todos los rincones españoles y desde todas partes del mundo.
Pero sí hubo sangre en su vida. Dos veces quisieron matarlo en Francia por empeñarse en predicar la religión de Jesucristo. En una ocasión lo salvó el pueblo, un pueblo que multitudinariamente lo secundaba como lo secundan ahora los amantes de los encierros. Un gobernador francés lo puso preso pero la algarabía popular logró la excarcelación. Otro gobernador, el jefe de Amiens, le ordenó también que dejara de predicar lo que predicaba, y el obispo se negó. Al jefe de Amiens no le templo la mano ni tampoco la presión de los seguidores del obispo: ordenó que le cortaran la cabeza. Y se la cortaron. Por eso digo que sí hubo sangre en su vida, igual que la hay, aunque por otros motivos, todos los años en Pamplona cuando se celebran las fiestas en su honor
Comenzó en su tierra en eso de la conversión de los paganos. Lo ordenaron Obispo y lo destinaron a las tierras francesas para lograr lo que había logrado en las navarras. Y lo logró. Pero su tenacidad lo condujo a la muerte. Y es que este nombre, Fermín, ya de por sí lo dice: el tenaz, el valeroso. Y esa impronta sí ha quedado grabada en el temple de los pamplonicas a la hora de correr. Saben lo que pueden encontrar durante el trayecto, que no es otra cosa que la muerte a causa de la cornada, pero insisten año tras año, igual que su paisano obispo insistía en proclamar la doctrina de Jesús.
Así es que estamos ante un santo no sólo sumamente popular sino también reiterativo. Un santo que se ha hecho leyenda de fiesta y también de sangre. Un santo de valentía. El santo de los navarros.
Podemos pensar que las dos cosas no vienen a cuento, y puede que no; pero ya no hay quien las deslinde. Todos los siete de julio es la fiesta de San Fermín y en Pamplona explota la algarabía santa y profana.