Zaccaria, el huérfano (5 de julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Antonio María Zaccaría fue médico. Siempre se ha dicho que la profesión de la medicina es el apostolado del cuerpo, como la profesión religiosa es el apostolado del espíritu; de ahí que, un médico de profesión y un sacerdote por vocación debería ser el complemento perfecto para el apostolado. Esto, dicen, en lo que sucedió con Antonio María, nacido en Cremona, Italia, estrenándose el siglo XVI.
Siglo XVI. Siglo de santos y de embusteros. Siglo de juglares y picaresca. Siglo de guerras y de unificaciones. Siglo de hambre y epidemias. Siglo pintoresco, que hizo pintorescas a sus gentes, tanto para el bien como para la picardía. También siglo de reformas eclesiales. Lutero comenzó con la suya, en Alemania, y sus sucesores la extendieron. Luego, el Concilio de Trento intentó poner coto al desbarajuste religioso con la Contrarreforma, lo que consiguió únicamente a medias, pues de ese tiempo data la fractura del cristianismo: protestantes por un lado y católicos por el otro. Este Antonio María vivió y murió precisamente preparando esa Contrarreforma, ese querer de corazón que la iglesia no se fragmentara.
Como tantos otros en circunstancias similares tuvo que hacerse hombre siendo niño por el percance de la orfandad. Solamente tenía 18 años su madre cuando quedó viuda. Y la mujer echó adelante la vida con dos criaturas a su cuenta. Un niño y una niña. Pienso que mujeres así son las santas de la más absoluta maternidad. Cuando se cree que no caben en el mundo, el mundo, entero, cabe en ella. Se trata de una santidad ganada a pulso, diariamente, contra viento y marea, con la posibilidad, inclusive, de un futuro de mujer más acorde, pues la juventud se lo permitía. Pero se hizo a la vida sin el apoyo natural, con todo el sacrificio a cuestas, el posible y el imposible.
Envió al varón a la universidad, y estos muchachos, hijos de tales madres, se crecen. A los 22 años Antonio María ya era médico. Y comenzó a ejercer con los de menores recursos. De ahí al sacerdocio, sólo un paso.
A los 37 años lo llamó la muerte. Solamente una enfermedad: el exceso de trabajo. Eso fue lo que le diagnosticaron: debilidad total. Y, como médico que sabía, hizo caso a la medicina y se encaminó, para morir, hacia la casa materna, al lado de su madre. Y así sucedió.
Cuentan sus hagiógrafos que aunque murió a los 37 años realizó labores apostólicas, de cuerpo y de alma, “como si hubiera trabajado por tres docenas de años más”. Y ese fue su gran milagro. Milagros que no se ven, pero que la muerte los cobra. Milagros que no hay que probar ante un tribunal sino que están a la vista y la muerte los confirma. Milagros que se salen de la nomenclatura del milagro, y que son muchos quienes los realizan diariamente.
Antonio María Sacaría nació prácticamente con la orfandad a cuestas, sin el apoyo del padre siempre necesario, pero murió arropado por el cariño de la madre que lo protegió desde el nacimiento, de esa viuda a los 18 que le echó a la vida todo lo que hay que echarle. Yo canonizaría también a esta mujer.