Isabel, la pacificadora (4 de julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Me han preguntado que por qué no me gustan los santos reyes y las santas reinas, y aclaro: no es que no me gusten, es que dudo de esa santidad. Y explico: cuando las guerras andan de por medio, cuando el medio es la violencia para conseguir cualquier fin, así aparezca como bueno, se me antoja que la santidad anda alejada. Por eso tengo mis dudas sobre la santidad de Juana de Arco, como las tendré si se empeñan en subir a los altares a Isabel, la católica, por muy católica, caritativa y otras dotes que no le niego. La violencia, como recurso para el bien, termina siendo desastrosa. Y no se trata de hechos antiguos, cuando los contextos en los que se vivía permitían otras licencias, sino de los de ahora, de la filosofía reinante en este siglo XXI; me refiero a la guerra preventiva. Utilizar semejante argumento llevaría a los altares a Robin Hood, a los bandoleros de Sierra Morena, a la mayor parte de la picaresca española y mundial, a los narcotraficantes que construyen barrios en Colombia para la gente pobre, a quienes conceden donativos de lo que les sobra o vaya uno a saber de su procedencia, así los donativos sean para socorrer a los damnificados de los terremotos. Digo que por este camino de la consagración de la guerra preventiva y de la posterior reconstrucción del desastre, tendremos que canonizar a Bus y compañía, aunque los muertos sean inocentes.
Pero esta mujer, Isabel de Portugal, reina, sí me convence. Y me convence porque siendo lo que era se empeñó en pacificar a los ejércitos. Cierto es que los enfrentamientos eran entre padre e hijo primero, y luego entre hijo y nieto, pero lo que ha dejado escrito en algunas de sus misivas, convence. Al esposo le escribió: “Como una loba enfurecida a la cual le van a matar a su hijo, lucharé por no dejar que las armas del rey se lancen contra nuestro propio hijo. Pero al mismo tiempo haré que primero me destrocen a mis las armas de los ejércitos de mi hijo, antes que ellos disparen contra los seguidores de su padre”. Y escribió al hijo: “Por Santa María la Virgen, te pido que hagas las paces con tu padre. Mira que los guerreros queman casas, destruyen cultivos y destrozan todo. No con las armas, hijo, no con las armas, arreglaremos los problemas, sino dialogando, consiguiendo arbitrajes para arreglar los conflictos. Yo haré que las tropas del rey se alejen y que los reclamos del hijo sean atendidos, pero por favor, recuerda que tienes deberes gravísimos con tu padre como hijo y como súbdito con el rey”. Y dicen que volvía a conseguir la paz.
A los 15 años la casaron con el rey de Portugal, Dionisio, buen rey, dicen, pero pésimo marido. Cuentan que era violento e infiel. Dicen las crónicas que tenía varios hijos extra conyugales y que su esposa no solamente no le reclamó, sino que ayudó a los muchachos que no eran sus hijos. Y cuentan también que el hijo del monarca se peleaba contra su padre, entre otras razones, porque no le gustaba el comportamiento del monarca para con sus hermanastros. Puede o no ser cierto, posiblemente lo sea. Pero, la verdad, lo que me admira de esta mujer es su fortaleza para que la verdad no estuviera en el poder de las armas sino en la fuerza del razonamiento, tal y como dejó constancia por escrito.
Y precisamente, ya anciana, murió cuando iba a apaciguar el enfrentamiento entre su hijo y su nieto, ya rey de Castilla. No le dio tiempo. La muerte la agarró en el camino. Dijo que la condujeran al convento de las hermanas Clarisas, cercano, porque no podía más. Y allí murió. Yo creo que muy santamente, pues iba una vez más a que entre el hijo y el nieto no se derramara más sangre. 
De ella, además, se cuentan muchas virtudes, pero yo me quedo con esta de la pacificación porque todavía hoy la estamos echando en falta.