Tomás, el incrédulo (3 de julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Póngase usted en su lugar, y vamos a ver qué hace. Que le digan a usted: Jesús, el compañero, el que enterramos hace unos días, anda por ahí, como si no hubiera ocurrido nada. Ya ha conversado con alguno de los amigos, y con alguna de las mujeres. Y quienes lo han visto, dicen que tiene como otro color, como otra mirada, como si el camino del calvario no hubiera existido, como si los latigazos no le hubieran hecho mella, como si la crucifixión no se hubiera cebado con él. Póngase usted en el lugar de Tomás, testigo de todo, y póngase a creer.
- ¡Que sí, Tomás, que es verdad lo que dicen!
- Vamos, déjense de tonterías. Con un muerto no se juega.
- ¿Apostamos?
- Estas no son cosas para apuestas. Sólo les digo una cosa: esta que no introduzca este dedo, éste, en el hueco que le dejó la lanza, ese herida que yo vi, por la que salió agua y sangre, hasta que no palpe, me perdonan, pero no creo. Y dejemos este asunto ya de este tamaño.
Póngase usted en su lugar y sospeche cuál hubiese sido su reacción. Posiblemente enfurecerse porque estaban burlándose de un amigo ajusticiado. Eso, lo menos. Posiblemente insultar a los chismosos y enviarlos al infierno. Con cosas así, no se juega. Por eso digo yo que no se trata de incredulidad sino de sensatez. Igual que sensatez fue cuando Jesús les pidió que lo siguieran y Tomás, para aclarar, dijo:
- No sabemos dónde vas. Enséñanos antes el camino.
¿No les lo más procedente? ¿No es la lógica de asentar los pies sobre la tierra para no tropezar? ¿No se trata acaso de una creencia lógica, como toda creencia debe ser, que de un fanatismo sin sentido? Así es que, para mí, Tomás no es el incrédulo sino el lógico, el que quiere sostenerse en el camino, el que no desea tropezar, el que pretende llegar a buen puerto asegurándose antes de que la barca está en condiciones para surcar las aguas.
La historia lo ha apellidado El Incrédulo, y mucho han ayudado los pintores para fomentar esta incredulidad. Díganme el pincel de Caravaggio, tan tremendista, con una herida en el costado tan abierta, con un dedo tan decidido para que no cunda la sospecha. Díganme el pincel de Rembrandt, que ha pintado a un Tomás echándose para atrás luego del resplandor de luz con el que el pintor resucita al cuerpo muerto de Jesús. Me quedo con el pincel de El Greco que no se ocupa de las heridas, que no hace alarde del detalle de la incredulidad sino que se fija en un Tomás huesudo, alto, con barba casi incipiente, con bastón para el camino. El Greco ha fotografiado a un Tomás más allá de la anécdota: ha pintado al apóstol convencido, al discípulo al que le sobran los caminos para divulgar lo que vio y, por ende, creyó. A este apóstol caminante que dicen llegó hasta la India y allí fue inmolado por extender aquel camino, una vez que supo hacia dónde lo encaminaba.
Este es el Tomás con el que me quedo, el convencido, el decidido, tan decidido como en aquella oportunidad cuando instó a sus compañeros:
- Pues vayamos donde El va, y si hay que morir, muramos con El.
Así que, de incredulidad nada.