Buenaventura, el de la buena suerte (15 de Julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Se llamaba Juan, pero san francisco le echó la buena suerte y de ahí Buenaventura. Eso de que a uno le leyeran la mano o le ungieran con sortilegios para protegerlo sobre cualquiera de los percances era muy de aquella época. De esta también. Todavía no han desaparecido ni los curanderos, ni las meigas buenas, ni las gitanas que leen las manos, pero han proliferado bajo la apariencia científica, los lee sueños, los horóscopos y cartas australes, los pronosticadores del futuro, los que eliminan el mal de ojo, los que se hacen famosos en la televisión augurándonos qué sé yo qué. Los tiempos cambian, aunque no tanto. Y las creencias de las personas, perduran. Y las madres, cuando tienen hijos pequeños en sus brazos, hacen el intento.
Lo cuentan así, aunque no lo creo. Resulta que Juanito, cuatro meses, endeble, enfermizo, estaba a punto de no seguir adelante. Su madre, devota por demás de San Francisco, rezandera de las buenas, creyente como toda madre, lo encomendó al santo. Esto sí lo creo, porque a mí me ocurrió otro tanto. Como ya lo he contado, para qué insistir. Sólo recordar que mi madre me llevó ante la Virgen de la ermita de Pereña, a la que visito siempre que voy para darle las gracias, porque me curó, eso dice mi madre, de las anginas. Y algo ocurrió, porque se me templó la garganta.
Pero no hubo, eso no, como en el caso de Juanito, voz que dijera a mi madre: “el chaval queda curado”. La madre de Juan tuvo mejor suerte. Cuentan que sí le dijo San Francisco: “¡Buena ventura”!, que es tanto como ¡buena suerte!. Y la tuvo, porque el muchachito prosperó. Quedó curado y le cambiaron de nombre: ya no más Juan; de ahora en adelante, Buenaventura.
No fue por este supuesto incidente por el que san Buenaventura fue santo. Fue santo por lo que hizo el resto de su vida: ser bueno. Tanto que en el momento de sus funerales, los cuales presidió el mismísimo Papa Inocencia V, éste señaló: “Su amabilidad era tan grande que empezar a tratarlo era quedar amigo de él para siempre”. Es este el carisma de su orden, el legado que les dejó su fundador, el amigable Francisco de Asís. Es, ni más ni menos, que la santidad franciscana, la santidad sencilla, la santidad sin que el resto se percate.
Fue Buenaventura un teólogo a cabalidad, de los buenos, amigo de otro de idéntica calidad y de idéntica santidad: Tomás de Aquino. Aunque de distinto temperamento. Es en lo que se asemejan, y a la vez se distinguen, dominicos y franciscanos. Tomás de Aquino fue un día a visitarlo y tan enfrascado andaba el escritor describiendo la vida de Francisco que el dominico se marchó sin verlo: “No lo perturben; dejen a un santo estar con otro santo”.
En resumen, Juanito, a quien le cambiaron el nombre por el de la buena suerte, fue franciscano, estudioso, sabio, doctor, superior de su orden a los solo diecisiete años y amigo. Y por todas esas cosas, santo.