Kateri Tekakwitha, la india americana (14 de Julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Kateri nació en la aldea indígena de Auriesville, no lejos de Nueva York, en aquellos años del siglo XVII, cuando los indígenas cercanos a Nueva York nacía a su aire. Entonces los indios norteamericanos tenían ansias de libertad, como la han tenido siempre todos los indígenas, americanos o de donde sean. Pareciera que el sino de los indígenas ha sido siempre la conquista de una libertad natural de la que fueron privados con la mayor de las naturalidades, como es la naturalidad del poder, de las armas, de las expansiones imperiales, o de las esclavitudes. En sus geografías, los indígenas también eran guerreros, pero de puertas adentro, en su entorno, sin otras pretensiones que las de la estabilidad del espacio geográfico escaso que necesitaban para vivir. Pero a veces eso se les negaba. Y entonces los indígenas acudían con las armas en propia defensa.
Había un guerrero de la tribu de los Mohawks que se dedicó a eso, a guerrear, pero que también tuvo una hija, Tekakwitha. Y lo que tiene la vida: no fueron las armas quienes se llevaron al guerrero al otro mundo sino la rubéola. La criatura quedó huérfana de padre y madre a los cuatro años, demasiados pocos para sufrir la orfandad. Pero no se los llevó del todo la enfermedad; la misma enfermedad le dejó como herencia un rostro desfigurado y una prominente ceguera. Así es que esta indiecita no saltó a la vida de la tribu con buen pie.
Dicen que era bonita, de ahí el hombre con el que ahora la identifican: Lirio de los Mohawks, pero no porque la piel le luciera con la tersura de la edad, ni con la frescura de la aldea, sino porque se traslucía a pesar de las secuelas de la viruela. Iba para bonita, eso era un hecho, pero la enfermedad quiso robarle el atributo. Lo que, al parecer, no logró. Como bella la tenían y así continuaban admirándola.
Hasta que se topó con una creencia distinta a la de su extirpe. Oyó hablar de un tal Jesús, al que adoraban quienes no eran indígenas. Y lo contó. No se lo perdonaron los suyos. Ni siquiera sus tíos, quienes se habían hecho cargo de ella desde que la viruela se llevó a sus padres. Quisieron convencerla por las buenas. Nada. Luego comenzaron las mofas. Su cara de lirio volvió a ser vista por muchachos y muchachas de la tribu como rostro en el que se había cebado la rubéola. Así es que el milagro, en ella, se produjo al revés: de aceptada a rechazada, de lirio en cardo.
Y huyó de la aldea. Huyó, no por desertar de los suyos y sus cosas sino para poder vivir en libertad aquella nueva fe que la satisfacía. Huyó hasta Canadá. Y allí encontró la libertad de espíritu que le negaban los de su sangre.
Todavía la iglesia católica no la ha subido a los altares del todo pero anda en camino. Por ahora le han otorgado el don de beata. La primera indígena norteamericana en serlo. Ahora sí se ufanan de ella. Y los canadienses la consideran de su tierra, y como a su santa la tratan. También la iglesia católica la ha emparejado con San francisco de Asís para que ambos sean los patronos del medio ambiente y la ecología, un título muy de boga en estos tiempos en los que ni siquiera se respeta a esa naturaleza virgen, la más incontaminada de todas, que es en la que continúan viviendo los pocos indígenas que quedan. Y que si a esa polución no se le pone remedio, los descendientes de esta Kateri Tekakwitha, norteamericana, tendrán que emigrar de su suelo como ella hizo un día. Pero en esta ocasión tendrán que emigrar para lugares quizá todavía más contaminados.