Juan contra la simonía (12 de Julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

- Es el asesino de tu hermano, Juan. ¡Vamos a por él!
Lo acorralaron en una calle, sin salida. Era Juan y sus compañeros, armados a conciencia, y no andaban tras el asesino, pero se toparon con él y no era cuestión de perder la ocasión.
No tenía por donde escapar. Los caballeros lo acorralaron. Juan lo miraba con desprecio, sin pronunciar palabra, preguntándole con la mirada cual había sido la razón de aquel asesinato. El acorralado asesino suplicaba, pero los caballeros no se atenían a razones. Lo empujaban, los apuntaban con las espadas, le apretujaban el cuello, lo pateaban en la barriga. Juan, desde su montura, observaba. Tenía que ser él, no sus acompañantes, quien impartiera justicia. Descabalgó:
- ¡Déjenlo! Soy yo quien debe vengar a mi hermano.
Los acompañantes recularon y Juan avanzó:
- ¡Una vez más te digo! ¿Por qué mataste a mi hermano?
- ¡Ten piedad de mi, señor! ¡Hoy es viernes santo!. ¡Por los clavos de Cristo y por su crucifixión, ten piedad de mi!
- No te apiades de este truhán, señor. ¡Es peor que los que mataron a Cristo!
El asesino, arrodillado, se hincó, y en cruz. Juan devolvió sus pasos y subió a su montura. Invitó a sus compañeros a que le siguieran. Los caballeros murmuraban, reprochándole aquel perdón.
- ¿Qué dirá tu hermano? ¿Qué dirá tu padre?
Era día de Viernes Santo y en Florencia, las iglesias se llenaban de penitentes, los predicadores gritaban contra los asesinos de Cristo, las imágenes de los altares estaban cubiertas de luto, las campanas de los campanarios había dejado de sonar para que Nuestro Señor pudiera descansar luego de su agonía.
- Entremos en la Iglesia –invitó Juan.
Desmontaron y entraron. Cuando salieron, los compañeros lo vieron muy contento:
- ¿Qué ocurrió, Juan?
- Que Cristo, desde la cruz, me sonrió.
- ¡Pero si está muerto!
- Me sonrió. Puedo jurarlo.
- ¿Por qué perdonaste al asesino de tu hermano?
- Pues no lo sé, pero me sonrió.
Dejó las armas. Dejó la fortuna de sus padres. Pidió asiento en un convento de benedictinos y luego fundó su propio convento, pues en el que estaba el abad había comprado su puesto por simonía, quiere decir, por dinero. Se le antojó que el abad era tan asesino como quien mató a su hermano, pues éste también había asesinado por dinero. Pero el abad, a diferencia del asesino, no se postró en Cruz pidiendo perdón sino que engatusó al obispo para comprar su puesto. Uno y otro simoníacos. Y estos pecados son más difíciles de perdonar, sobre todo si no hay arrepentimiento.