San Benito, de la cueva al monasterio (11 de Julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

La culpa la tuvieron unos cabreros. Andaban aquellos hombres de risco en risco, pastoreando, refugiándose en cuevas y en cuanto recodo podía guarecerse contera el temporal, cuando se descarrió la cabra. Ya se sabe cómo las cabras se empinan, trazan senderos por donde nadie se aventura, se encaraman en los acantilados y se asoman a los precipicios. Ya se sabe cómo son esos animales y cuáles las blasfemias de los cabreros para retornarlas al redil. Se desvió la cabra por donde parecía no haber camino y hasta allí descendieron los cabreros:
- No es la cabra, es una bestia.
- No soy una bestia, soy una persona. Y me llamo Benito.
No podía ser persona con aquella facha. Cuerpo desnudo y pelambrera de animal salvaje; cuerpo quemado por las heladas, los vientos, los calores y la intemperie y barbas a ras de cintura. No podía ser persona con aquella facha.
- Soy Benito, anacoreta. Y nada digan de que me han visto.
Pero los cabreros lo comentaron y al poco los curiosos sortearon los senderos agrestes, y contaron lo que vieron, y cómo la tal bestia no era tal sino anacoreta verdadero, hombre de paz y penitencia, enjuto en carnes, huesudo a pesar de su corpulencia. Pero, sobre todo, hombre de paz. Y hasta él se acercaron más curiosos, y luego devotos, y luego gente con ganas de seguir sus pasos.
Benito les explicó su proyecto: el mundo de la soledad es el auténtico, el de Roma y sus francachelas, la perdición. La oración es el alimento del espíritu y con un mendrugo de pan y unas hierbas silvestres, y miel de abejas, suficiente para el cuerpo.
- Pues si quieren seguir mis pasos tendrán que seguir también mis instrucciones.
Así se convirtió Benito de anacoreta en fundador de monasterios. Unos cuantos, pequeños, al principio. Luego Monte Casino, el gran monasterio, el principio de todos los monasterios. Y como él se llamaba benito, sus seguidores los benedictinos.
No hay más que añadir para creer en los milagros. Cada monasterio benedictino es un milagro de piedra maciza y espíritu humilde, de mucha meditación y mucha sabiduría, de mucho oración cantada y de mucho pergamino rescatado, de mucho arte en piedra y en cipreses.
No sé si este benito, el anacoreta, el descubierto por unos cabreros, soñó que su sueño de eliminar las tentaciones carnales, que tanto lo azotaban por la experiencia previa que tuvo con moza, sospechó que algún día estos monasterios serían el milagro del camino hacia la eternidad. Me sospecho que no. Pero entre la cantidad de milagros que dicen que hizo, incluido aquel, cuando los suyos intentaron envenenarlo y él, con una simple bendición de la bebida, logró que saltara la copa, entre todos los milagros me quedó con el de los miles de monasterios que todavía hoy nos hablan de otro mundo y de otra vida.