Verónica, la enigmática. (9 de Julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

El señor obispo no quiere que se divulgue que en su diócesis hay una monja que no se sabe a ciencia cierta si es santa o embustera. El señor obispo extrema las precauciones. Si hay que castigar, se castiga. Si hay que encerrarla, se la encierra. Dios tiene sus formas de manifestarse, pero no a lo loco, no a lo caprichoso, no a lo estrafalario.
Dice el señor obispo que no hay que dar mucho crédito a esta monja, pues como buen prelado, se ha ocupado en hurgar en los antecedentes. Antes de Verónica, que así comenzó a llamarse desde los diecisiete, cuando entró en religión, era Úrsula. Y de armas tomar. Le han contado al señor obispo cómo se las traía esa muchachita, terror del barrio, terror de los hermanos, terror de los amigos, caprichosa al por mayor, desafiante como nadie. Le han dicho que más que mozuela parece rapaz incontrolado, pues su genio es de muchacho que no acepta más voluntad que la suya. Así es que de un comienzo tan atropellado no se puede esperar un final tan santificado. Así piensa el señor obispo luego de meditar lo que le han contado sobre las andanzas y malcriadeces de esta niña que, siendo niña, quería ponerse por encima del resto.
Hasta se enfrentó a la virgen y al Niño. Había en su casa una imagen de la Madre y el Hijo y Úrsula se encaminaba esta la hornacina y allí, rezaba dicen unas hermanas, jugaba comentan otras. Lo cierto es que rezaba hablándoles y exigía a la Virgen y al Niño que le contestaran:
- ¿Por qué no me contestabais?
Era su temperamento, no su devoción. Era la exigencia a como diera lugar. Era el capricho, el salirse con la suya, el no aceptar más demoras que las que ella se impusiera a sí misma, y contra los demás. Por eso, con semejantes antecedentes el señor obispo dudaba de los milagros que se le atribuían, dudaba de las visiones, de los arrebatos, de los estigmas en las manos, en los pies, en el costado.
- Que vengan los expertos y la examinen –ordenó el prelado.
Tres médicos acudieron al convento. Tres obispos pasaron por su celda. También el provisor. También el experto en enfermedades mentales o en trucos psicológicos. Y las heridas comenzaron a cerrarse. ¿Tenía razón el señor obispo?
No duraron mucho cicatrizadas. Al poco emergieron con mayor intensidad. El obispo insistía:
- Sigue siendo díscola, sigue faltando a la obediencia debida, es una comedianta, no tiene remedio, es una embustera. ¡Que la recluyan en su celda! ¡Que no haya contacto con otras hermanas! ¡Que ni siquiera acuda a misa, ni comulgue!
- ¿Y si les verdad, señor obispo? Mire que muchas hermanas se han curado de sus dolencias por intercesión de sor Verónica.
Volvieron los galenos y diagnosticaron que aquello no tenía explicación. Ella misma negó los milagros que se le atribuían:
- No son milagros. Curo las dolencias con recetas caseras, con emplastos, con cataplasmas –se excusó sor Verónica.
El prelado dio su brazo a torcer: tampoco podía ponerse en contra de los expertos. Y dijo:
- Dios a veces escribe derecho con renglones torcidos.