Protomártires (30 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Resulta que no sabemos quiénes son pero sabemos que fueron. Nos consta que los mataron por no renunciar a la nueva creencia, y que los mataron enarbolando el espectáculo del circo romano. Quizá algunos nombres nos suenen por las fantasías de tantas películas que al respecto se hicieron, como por ejemplo Fabiola, para no entrar en otras literaturas. Hombres y mujeres de carne y hueso, de andar por la calle, de vestir el traje protocolar si era el caso, o de esconderse en los barrios bajos de la gran urbe, si esa era la alternativa. Dicen que estos espectáculos del pan y del circo los prodigó Nerón por los años sesenta. Dicen igualmente que se trataba de los últimos estertores de su marcada demencia. Dicen que era para congeniar con súbditos que ya ni siquiera le obedecían. Pan y circo. Aplauso momentáneo alimentado por la sangre.


Nadie conoce sus nombres ni están escritos. Es algo así como una segunda versión de aquellos santos inocentes a los que Herodes quiso quitarse de en medio por si acaso; una práctica muy de todos los tiempos. Primero, disparen; luego pregunten. O, ni siquiera pregunten, para qué: lo hecho, hecho está, y el imperio, el partido, la ley que impera, la dictadura, la democracia, la empresa, la seguridad social... permanecen. ¿Qué posiblemente sean mártires? Pues sí. Pero necesarios. Y no digo necesarios para que prevalezca su doctrina, su creencia, su filiación política, que también, sino que lo digo porque el régimen los cree necesarios para que el régimen continúe. Lo que no suele ocurrir. Puede que momentáneamente, sí. Pero, a la larga, el régimen no prospera. Ni en tiempos de Nerón ni ahora.


Protomártires de entonces. Protomártires de ahora. Todas las naciones presumen de sus protomártires, y es lógico que lo hagan. Son los precursores de una forma de defensa de la fe, de la creencia, de la defensa de la filiación que se convierte en sustento de la fe, la creencia y la filiación. Son los hombres y las mujeres que no han dudado en entregar su vida por ideales dignos, de los que perduran. Porque también pueden darse los mártires del suicidio, es decir, los que se suicidan matando. Ahí ya no estamos hablando de martirio sino de inmolación propia a costa de otros mártires, que se convierten igualmente en anónimos, sin haber buscado ese martirio, solamente por cometer el delito de ser ciudadanos normales, de los que andan por la calle sin otra pretensión que la de vivir en paz.


Se me antoja que estamos ante una novedosa resurrección del martirio colectivo, del que se dio, por ejemplo, cuando las Torres Gemelas, del que se dio en los atentados de Atocha, del que día tras día continúa dándose en los países árabes y en otros países menos árabes. Nuestro tiempo ha retomado lo de la masacre como forma inaudita de un martirio que en nada tiene que envidiar a aquellos que escenificaba Nerón en los coliseos, en los circos, para deleite de sus incondicionales o como recurso para que el imperio no se tambalease. Latinoamérica, por ejemplo, continua siendo tierra protomártir enmarcada en la más absurda violencia, matizada de miles de formas. Y esto por hablar de lo cercano, de lo que día a día uno ve y sufre. Por eso uno cree en estos santos, de antes y de ahora, de una o de otra creencia, siguen todavía sufriendo los zarpazos de la incomprensión. Quizá no haya un altar para ellos, porque se trata de millones de altares.