Pedro y Pablo (29 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Van de la mano, los dos, para toda la eternidad. Van de la mano en defensa de lo que jamás soñaron, dejando atrás una vida que cada cual había planificado a medida: uno sobre el bambolear de las olas marinas, el otro sobre el jinetear de caballos de combate, de cabalgaduras de imperio, de justiciero del orden establecido. El uno personaje de mar y sinagoga, el otro personaje de prepotencia imperial y de mando. Hasta en eso iban de la mano por caminos opuestos, hasta que los caminos se juntaron. Y tan apretadamente se unieron las manos que así quedaron para toda la eternidad.
Pedro y Pablo. Imposible quitar al uno para poner al otro. Imposible enmendar los pinceles de los pintores que se han empeñado en mostrar ese camino primero en solitario y luego uncidos. Imposible realizar cábalas a lo ya escrito, a lo ya pintado, a lo ya creído.
Pedro y Pablo. Pedro y Pablo son los pilares de una iglesia nueva y desconocida, pero ya eternizada gracias a ellos. Pedro y Pablo son la construcción de una fe que, en el inicio, todo daba a derrota: derrotado el protagonista ¿qué les quedaba a los seguidores? Pero es que ésta fue edificándose a lomos de aparentes derrotas, a zarpazo de martirios, a cansancio de predicación a tiempo y a destiempo. Una nueva creencia que, inclusive desde el principio, cuando ellos dos inclusive, se debatían entre el tira y el afloja, entre lo que conviene y lo que no, entre los judíos y los gentiles, entre el reino con fronteras geográficas y el reino sin fronteras de tipo alguno. Una nueva creencia que jamás desmayó, a pesar de tantos y tantos tropiezos, a pesar de tantas y tantas interpretaciones, a pesar de tantos dogmas, comprendidos unos, incomprendidos otros, a pesar de tantos misterios, unos de más enjundia, otros de no tanta.
Pedro y Pablo. Uno con las luces en la cabeza que le proporcionaba su lanzar las redes y algunas dotes de mando, y algunos caprichos políticos contra el imperio y mucha creencia de la fe de los padres. El otro, todo luz, todo clarividencia, todo escritura, todo enfrentamiento con quien se tratara. Uno para las verdades evidentes, el otro para intentar hacer evidentes todas estas nuevas verdades que iban fluyendo de las luces de uno y otro.
Pedro y Pablo. Una iglesia plural, una iglesia también entre ellos con disidencias, una iglesia también entre ellos con estilos, una iglesia que no se sometía a los imperativos de las iglesias, quiero decir, leyes, comunidades, sociedades, por ellos vividas. Dos maneras de lanzar a voleo la misma verdad, la misma predicación, los mismos deseos de quien les había precedido. Pedro y Pablo.
Ninguno de los dos, por lo que sabemos, pero más por lo que intuimos, eran de buen carácter. Uno pétreo, el otro a veces condescendiente pero a veces tampoco. Uno cabeza, el otro cuerpo místico. Uno el primer Papa, el otro nunca Papa, siempre Apóstol, sobre todo apóstol de la nueva sociedad, de esa sociedad que se llamaba “los gentiles”. Pero siempre los dos de la mano. Hasta en las incomprensiones, los dos de la mano. Porque cuando se cree en lo mismo no hay más alternativa que ir de la mano para que esa unión permanezca por toda la eternidad.
La Iglesia católica ha querido que este día los dos apóstoles vayan de la mano también en el santoral, también en la liturgia, también en la esperanza. Y no estaría de más que los apóstoles de ahora se dieran nuevamente el apretón de manos necesario, a pesar de las diferencias. Porque si hay algo que me asombra de estos dos Apóstoles es cómo no se excluyeron, es decir, excomulgaron, el uno al otro, porque ni eran de igual talante ni en algunos pormenores de igual manera de enfocar la nueva religión. Pero ahí perduran: mano a mano.