Heinrado, el loco (28 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Puede que este tal Heinrado, natural de Suebia, no existiera, pero el que yo conocí, sí. Tanto en común, pero algo que los diferencia: Heinrado aparece en el santoral oficial, en mío, no. Si acaso, en mi personal santoral; en el mío, no. Si acaso en mi santoral personal y exclusivo.


Fue un tipo normal hasta los treinta años. Digo normal porque hicimos las mismas cosas, robábamos las mismas manzanas, espantábamos a los mismos gazapos de los trigales cuando la mies comenzaba dorar el entorno, inventábamos los mismos muñecos de nieve cuando nevaba. Patro, la maestra, nos enseñó las primeras, letras, los primeros números y las primeras oraciones, tocábamos las campanas turnándonos, ya que ambos éramos monaguillos, espiábamos a las mismas muchachas cuando iban al regato porque los dos teníamos la edad de espiar a muchachas de la misma edad, y mayores inclusive; también nos aficionábamos a espiar parejas porque adivinábamos sus escondites; también nos aventurábamos a explotar potes de carburo delante de la puerta del ayuntamiento, para ver si el alcalde acertaba con nosotros; y cuidábamos las ovejas de su padre, el mío no tenía; y con él aprendí a ordeñar y a juntar los haces de espigas y a trillar, y a beber agua en las fuentes, a morro, y a cabalgar burros, que no es, ni mucho, como cabalgar potros. 


Aprendimos juntos a cometer los primeros pecados que nunca terminan siéndolo, y a confesarnos los sábados, luego del toque de El Ángelus, porque era la costumbre: confesarnos de pecados que antes nos inventábamos para ver qué decía el cura a cada cual.


Puedo decir tanto de Martín que me sobra mi primera etapa de la vida para tanto que tengo. Termino señalando que a mi me enviaron a un colegio de frailes dominicos y a él a la guardia civil.


Fue a los treinta años cuando comenzó a divagar. Sin previo aviso se vistió con un costal de los de apañar el trigo, un sombrero de paja, de los de la siega y un bastón para el camino terminado en cruz. Eso sí: se trataba de una vara de avellano, y yo sé por qué.


Y comenzó a gritar lo que gritan los santos que gritan, los que transitan el sendero de la profecía, pero nadie le hizo caso, porque quién iba a hacerle caso a Martín, si todos sabíamos quién era y para lo que valía. Fueron sus más allegados los primeros que alertaron a los parroquianos: no le hagan caso; ya saben cómo es. Y profetizó barbaridades: final del mundo a cada hora, Vírgenes subidas a las encinas de cada parcela; penitencia para todos los pecadores, desde el cura hasta el alcalde, pasando por mí, porque si yo no hacía penitencia, estando como estaba en los curas, pues vaya asunto.
Dijo que lo parroquianos se propinaran latigazos para expiar sus pecados, unos pecados que nadie conocía. Dijo que había que ayunar de comida hecha en casa y que lo único permitido eran los frutos del campo, de propiedad común. Dijo que en el pueblo sólo había tres vírgenes, pero nadie supo cuáles eran porque se negó a descifrar el embrollo. También dijo que había un ladrón, pero a ese lo conocíamos todos. En una carta que me escribió al seminario profetizó que yo sería el primer y único santo de la aldea, y juro que se equivocó. Murió como dijo que iba a morir: alejado del pueblo. Lo encontraron muerto en una cabaña ya en desuso, dicen que desgarradas sus vestiduras de costal.


Mucho más puedo contar de Martín porque sé mucho más. Cuento esto para decir que aunque dudo de la existencia del suebio Heinrado, santo oficial, no dudo, porque no puedo, de la existencia de Martín, a pesar de que ambos protagonizaron, salvo detalles, esos mismos portentos que nunca fueron. Por eso digo que uno nunca sabe cuándo se topa o no con un santo en su camino.