Pelayo, el que se opuso a Abderramán III (26 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Cómo huele Córdoba en todo tiempo y a toda hora. Cómo se perfuma el ambiente con el color y calor de los jardines, con el agua de sus aljibes, con las esencias de las flores. Olía a sensualidad cuando Abderramán III, y ahora sigue oliendo a lo mismo, y resulta un primor ese perfume mezcla de musulmán y cristiano, mezcla de cultura árabe y occidental, mezcla de todas las mezclas posibles y bien avenidas. Continúa siendo un primor Córdoba a pesar del calor, o gracias también al calor, que en Córdoba todo cabe.
Todo cabía en la época de Abderramán III, el primero en proclamarse califa, y con él el Califato de Córdoba comenzó a ser otra cosa. Mucha alegría había en Córdoba, la sultana, la mora, la cristiana, y todavía se desborda la alegría como se desborda el agua de las fuentes de los jardines y como se desborda el perfume de las flores. Pues a esta Córdoba sensual, bullanguera, comerciante, con fortalezas a carta cabal, con mezquitas que no hay como la de Córdoba, con el palacio de Medina-Azahara, que era el palacio preferido del primer califa, a esta Córdoba religiosamente árabe y mundanamente árabe fue a parar Pelayo, el niño gallego, que siendo niño fue hasta allá para canjearse por su tío, el obispo Hermogio.
También había cárceles en esta Córdoba de Abderramán, y esclavos en ellas, esclavos que salían de ellas para trabajar donde el poder ordenara: casas, haciendas, jardines, lo que fuera. Y el muchacho Pelayo cayó en este ambiente.
Aprendió mucho. Aprendió la vida y milagros de los musulmanes. Escuchó los versos de los poetas que elogiaban las gracias de los mancebos. Comprobó que el Califa, Abderramán, era propietario de un harén de 10.000 mujeres. ¡10.000 mujeres!, pensaba el niño gallego, que había nacido cerca del Miño, que se había educado con un tío obispo, el cual ahora era prisionero y estaba allí para canjearse por él. Era posible el trueque. Vale más un muchacho fornido, con buenos músculos, de buen ver, esforzado para las labores, que un pobre viejo ya con poco que dar.
El truco de Abderramán era el del trueque de la fe por las compensaciones de dinero y otras prebendas. Muchos cedían. Pelayo comprobó cómo muchos cedían. Abderramán tenía dinero para esas componendas y para muchas más. ¿No le pagaban tributo los señores feudales cristianos, a quienes les permitía sus feudos?
Pero el muchacho no cedió. Le llevaron muy aseado, muy lustroso, bañado en ese perfume de corte de califa inconfundible. Era buena presa para el negocio. Pero no cedió.
- Tus riquezas nada valen, Abderramán.
Esas formas no son para los oídos del Califa. Eso de decirle a un rico que sus riquezas nada valen, es mucho más que un insulto, se trata de un desprecio imperdonable, de un pecado contra toda la creencia musulmana.
- ¡Pero tú quién te has creído que eres! –le replicó Abderramán.
- ¡Un cristiano!
Esos desplantes no se hacen, chaval. Y Abderramán dio la orden: lo colocan en una catapulta, en el centro del patio de El Alcázar y lo lanzan, caiga donde caiga.
Cayó más allá del río Guadalquivir. Era el siglo X. Un guardia negro terminó de rematarlo. Le cortó la cabeza.