Tomás Moro, politico y Santo (25 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Que un político llegue a los altares, esto es, que se le reconozca pública, oficial y solemnemente su proceder, las virtudes a las que se adhirió y, además, que se le ponga como ejemplo de honestidad a seguir, digno de ser imitado, no es cosa de todos los días
La política nunca fue profesión para medrar en la justicia y otras virtudes, al meno es a lo que nos tienen acostumbrados los políticos, a esa creencia.
Tomás Moro fue un británico nacido en Londres, en el siglo XVI, y llegó a servir como Canciller del Reino a dos monarcas: Enrique VII y Enrique VIII. El Papa Juan Pablo II lo declaró patrono de políticos y gobernantes. Menuda papeleta que le encomendó al santo inglés.
Pues parece que sí, que no es incompatible el ejercicio práctico del quehacer político con la santidad. Quiero decir, con la honestidad en la vida, y más en la vida pública. Entre las virtudes ejercidas por Tomás Moro se encuentran su indefectible integridad moral, la agudeza de su ingenio, su carácter alegre y simpático y su extraordinaria erudición.
Me satisface enormemente cuando a un santo se le exalta por haber sido alegre y simpático, pues la tradición no pareciera querer compaginar la santidad con la simpatía. Se nos había vendido la figura y personalidad del santo con la del martirio a secas, con la de los cilicios, con la de las llagas y estigmas, también con la de los confesores, que eran hombres muy sesudos, intelectuales y doctores, pero un poco de cara larga, no dados a la sonrisa. Menos al chiste. No digamos de los ermitaños y otros anacoretas.
Por eso me cae simpático este Tomás Moro, aunque su simpatía sea inglesa: por haber sorteado el poder político con absoluta honestidad y por poner alegría en los semblantes deteriorados del reino. Enrique VIII, como se sabe, era hombre de malas pulgas, tanto que lo mandó decapitar por negarse a que el soberano asumiera el control sobre la Iglesia de Inglaterra.
Los políticos católicos han deseado recordar hace poco el proceder de Tomás Moro anualmente, y ya van varios años en los que se oficia una misa en su honor, en la mismísima basílica mexicana de Guadalupe. La organizadora, senadora Cecilia Romero, ha invitado a la ceremonia a legisladores, políticos y funcionarios del país, incluido el mismísimo presidente. Me temo que la invitación no prosperará en demasía, porque siempre se inventan las suspicacias en casos así: más en este caso, en el que política y religión no quieren darse de la mano en estos tiempos. 
Y en México, menos, a pesar de la Virgen de Guadalupe, de la canonización del indio San Juan Diego y de los viajes del desaparecido Juan Pablo II; en México continúa imponiéndose el principio de laicidad del Estado, que ya cunde por otros reinos y por otras libertades democráticas. Asegura la senadora mexicana que semejante argumento es absolutamente hipócrita, y pienso que razón no le falta, pues se trata de volver a las andadas: de querer ocultar las virtudes de un político quizá por temor a que a los actuales les señalen con el dedo.
Hay santos para todas las denominaciones. A este Tomás Moro, inglés, le ha tocado un gremio que siente resquemor a ciertas virtudes, precisamente a esas que él practicó contra viento y marea en tiempos de un rey muy poco fiable: Enrique VIII. Habrá políticos que le recen e intenten imitarlo, aunque me temo que se trata de un santo para inmensas minorías.