José Cafaso y los ahorcados (23 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Este cura no tenía remedio. Allí donde husmeaba una cárcel, entraba. Allí donde presumía un cadalso, allí. No es que la gustara la muerte, precisamente allí estaba, donde la muerte merodea, donde la vida está en el umbral, donde la esperanza se pierde definitivamente o definitivamente prospera. No se ponía a que la justicia no cumpliera con su obligación, eso no, pero sí se oponía a que la muerte del ajusticiado quedara sepultada en el hoyo del odio, de la amargura, de la desesperanza.
Se hizo famoso, entre otras cosas, por esto: por la asistencia a la hora de la muerte no a los enfermos naturales sino a los declarados enfermos sociales. Personas con físico y fuerza para el porvenir, personas que podían seguir construyendo la vida, personas que se habían arrepentido de sus fechorías, personas a las que convencía que no solamente impera la justicia humana sino que detrás de ella, mucho más benévola, mucho más consistente, y mucho más eterna, es la divina. Los convencía. 
Cuentan que cuando algún reo recibía la sentencia de muerte imploraba para que a su lado estuviera el padre José, como lo llamaban, aunque solamente fuera para que le tendiera la mano sobre el hombro. Dicen que esa mano sobre el hombro de ajusticiaba arrancaba en éste una sonrisa, posiblemente la última, pero ciertamente la definitiva.
No le gustaba el espectáculo de la muerte. Un día llevó con él a un joven, de la cuadrilla de San Juan Bosco, posiblemente para entrenarlo en este apostolado, y el joven salesiano no pudo aguantar: se desmayó, rodó por el suelo. El espectáculo de la horca es únicamente para espectáculo de personas malévolas o de personas excesivamente sensibles al valor de una muerte que previamente se ha lavado con el arrepentimiento. De este talante dicen que era el tal José Cafasso, nacido en el año 1860 y protector del joven Domingo Bosco.
Efectivamente, protector. Económicamente sacó de más de un apuro a aquel joven Domingo que se empeñaba en hacer de la juventud el ideal de la santidad. Pobre Juan Bosco. El no tanto. Y le tendió no solamente la mano sino también el bolsillo.
Juan Bosco fue su discípulo, pero fue también, y posiblemente por eso, quien recitó la oración fúnebre cuando el Padre José murió. Murió como mueren los hombres buenos y sin estridencias: con el cariño de quienes lo conocieron. Inclusive con el reconocimiento por lo bien hecho, fenómeno que no siempre ocurre. En este caso no prosperó la envidia, ni los celos, ni los chismes malsanos, ni las zancadillas. José iba a lo suyo: a ocuparse de la necesidad bien se encontrara vestida de juventud, bien encarcelada por crímenes reales, bien ajusticiada en la horca o bien simplemente deambulando por las calles. Ese era su programa de vida y, obviamente, ese es el programa que cuadra a todo aquel que siente del deseo de predicar, evangelizar, de otra manera.
Grandes amigos fueron José y Domingo, a pesar de la diferencia de hogar. Grandes amigos porque también eran del mismo lugar y, por serlo, conocían las necesidades del lugar de origen. Uno con un estilo. El otro con el suyo. Pero estilos ambos que marcan la vida.
Eso sí, era bajito, feucho y hasta encorvado. Es decir, que no podía presumir de físico, de lo que sí gozaba Juan Bosco. Pero así y todo era excesivamente atrayente. Y es que la compostura, eso que llamamos belleza corporal, se transfigura al ser inundada por esa otra energía que sale del interior de las personas buenas, como el Padre Juan Cafasso.