Luis Gonzaga: de conde a Jesuita (21 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Cuando se muere a los 23 años, vida corta, pareciera que sobre la persona no hay mucho que escribir. Pero es que la vida, con frecuencia, no depende del tiempo sino de la intensidad. La vida de un anciano puede caber en un renglón, y para la vida de un joven pareciera que no son suficientes todos los renglones habidos. Por eso no es la cantidad lo que marca la diferencia sino la calidad: en la vida y en todo.
Este muchacho, Luis, hijo de los condes de Castiglione, tenía toda una vida llena de tiempo por delante, pero solamente le alcanzó hasta los 23 años. Digo que tenía una vida entera por delante pues su padre, conde, guerrero, batallador, con ambiciones, jugador inclusive, se había empeñado en escribir la vida que viviría su primogénito, Luis.
Ya se ha dicho que nacer en castillo tiene sus pros y sus contras, pero nacer y vivir en castillo y corte, rodeado de la rudeza de los soldados, del estruendo de las armas, de la elegancia de los desfiles militares o de la desfachatez de los entrenamientos para guerrear, ya es otro cantar. Y ese era el contexto que el conde preparó para su muchacho. Que desde niño, sí, desde los cuatro años, palpe y toque las armas, se acostumbren sus oídos a los estruendos de los cañones, sepan sus piernas sujetarse a los lomos de las cabalgadura, aprenda el léxico que en tal oficio prospera, vea y compruebe las andanzas de los soldados. Es decir, una educación muy cónsona para el ejercicio que le espera.
Y el muchacho se divirtió durante los primeros años, siendo niño, en estos menesteres. ¿A qué muchacho a los seis, siete años, no lo gusta alternar con la rudeza de los soldados? ¿y qué soldado se niega a enseñar al muchacho sus andares, cuando es el mismo progenitor, el señor conde, quien los auspicia? Así es que Luis aprendió lo que tenía que aprender en contextos así.
Hasta que cayó en cuenta de que ese no era su camino. Dice un historiador que se juntó con quienes “formaban una sociedad para el fraude, el vicio, el crimen, el venero y la lujuria en su peor especie”. Y eso lo dice todo. Por más que la soldadesca le enseñaba los encantos femeninos y le chismeaban para qué servían, él que no; a tal punto que, dicen, cuando se encontraba ante mujer, bajaba siempre la mirada. Lo que indica que no le disgustaba la visión, sino que prefería que no le gustase para lo que los soldados lo instruían.
Decidió ser jesuita. Su padre que no. El que sí. Tuvo que ceder el conde. Con desencanto lo hizo, pero cedió. Luis renunció a sus derechos de sucesión en el marquesazgo a favor de su hermano. La decisión estaba echada. Y entró en la congregación.
Pero su naturaleza física no le dio para mucho. Primero una infección renal. Después se contagió, ayudando a un moribundo, con el virus de la epidemia de fiebre de 1591, que asoló a Roma. Así es que lo que de él nos queda fue ese desinterés por la carrera de las armas, por la carrera de las cortes y por la carrera de la vida muelle. Lo que de él nos queda es su empeño por los pobres, por los enfermos, y sus ansias de misionar en el mundo recién descubierto, como ya lo hacían otros compañeros jesuitas. La muerte le arrebató todas las ansias. Una vida con solamente 23 años que se fue a pique por salvar a aquel moribundo al que tomó en hombros para trasladarlo hasta el hospital.
Dicen que su padre, cuando se enteró, se llenó de orgullo. El primogénito no le había fallado. Y el entrenamiento de reciedumbre con los soldados y las armas, tampoco. Supo utilizar aquella reciedumbre no para atacar sino para socorrer. Como Dios manda.