Los mártires ingleses ¿Mártires políticos? (20 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Pues sí, también mártires políticos, o si preferimos, mártires religiosos por asuntos políticos. Cuestión ahora de moda. Lo político y lo religioso casi nunca es bien habido cuando lo religioso pone trabas a lo político. Y quienes suelen pagarlo son los creyentes de a pie, los que obedecen a unos y desobedecen a otros, los que no se pliegan a los requerimientos que no les satisfacen política o religiosamente. Mártires así los hay a montones, casi todos desconocidos. Y si hablamos de Latinoamérica, por ejemplo, pues igual. Exactamente lo mismo que si hablamos de cuando la guerra civil española: mártires de parte y parte; unos por creer en lo que creían los vencedores y otros por creer en lo que creían los vencidos. Por eso digo que este no es un asunto sajón exclusivamente sino con enormes ramificaciones.
Es el caso que en Inglaterra comenzaron a complicarse las cosas entre el Trono Inglés y el papado. Hay que decirlo: entre otras razones, por asunto de faldas. Enrique VIII no quería a su mujer, la católica Catalina de Aragón. Y no solamente no la quería sino que deseaba deshacerse de ella para unirse con la tal Ana Bolena, de tanta literatura de por medio. Solicitaba el rey Inglés el divorcio. Y el papado lo negaba, como continúa haciéndolo.
Pero la cosa fue a más, pues esta persecución no fue el capricho de unos días sino que se tomó todo el tiempo que va desde 1535 hasta 1679, con la excomunión de la reina Isabel II de por medio. Han conseguido contar hasta 316 ajusticiados durante este lapso por empeñarse a seguir los dictados del Vaticano y no los del reino. Y entre los dictados del reino estaba la primacía tanto en lo político del trono sobre el Papa como que la iglesia católica dejaba de ser católica, es decir, universal, para convertirse en iglesia inglesa.
Para llevar adelante semejante propósito surgieron leyes, entre ellas el juramento de fidelidad a la corona, con todo lo que eso implicaba; es decir, automáticamente se convertían en traidores al rey aquellos que obedecían las leyes vaticanas. Igualmente, quienes aspiraran a puestos públicos deberían profesar el juramento de fidelidad a la corona: todo el que no lo hiciera se convertía automáticamente en hereje, y contra los herejes, y en aquella época, ya se sabe: la horca, el garrote vil, la muerte a como diera lugar.
Como siempre ocurre en situaciones así, cualquier ciudadano podía convertirse en sospechoso, y cualquiera que quisiera medrar a la sombra del régimen utilizaba la acusación como argumento para ascender. Y comenzaron las acusaciones: éste protege a su casa a cura católico, éste a ayudado a escapar de la cárcel a fulanito de tal, éste proporciona dinero a los opositores para que la oposición contra el reino prospere. Y luego los juicios. Y luego las condenas. Y luego los ajusticiamientos. Si así fueron cayendo uno a uno, hasta 316, esos católicos ingleses que no quisieron plegarse a la primeriza iglesia inglesa comandada por el trono sino a seguir los lineamientos del Papa.
No dudo de la valentía de estos ingleses mártires de su fidelidad a la fe en la que siempre habían creído. No dudo de esta especie de santidad. Es más, la corroboro. Porque hoy andamos casi por los mismos caminos de sospechas entre practicantes de una religión u otro, aunque las autoridades religiosas de ahora pretendan la comprensión. Pero hay religiones que se sustenta en la política, y políticas que se sustentan en determinadas formas religiosas. Y en estos enfrentamientos entre lo divino y lo humano es donde el poder, el que sea, se apoya para seguir produciendo mártires.