Romualdo, el descontento (19 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

- Romualdo, mañana voy a batirme en duelo y quiero que tu seas testigo.
- Pero, padre...
- Para que vayas aprendiendo cómo se defiende el honor.
Eran tiempos de duelos aquellos de la edad Media. Eran tiempos en los que las espadas, públicamente, se batían en buena lid, y ante testigos, para solventar las deudas de honor. Y entre nobles, más. Romualdo, joven de su tiempo, hijo de duque, amante de las reyertas por causa de damas, que eran las causas de honor más normales, ya sabía de estos lances. Pero este era distinto. Era su propio padre quien había retado y era su propia padre quien le exigía que fungiera como testigo.
- ¿Y si pierdes, padre?
El conde de Ravena miró a su hijo como se mira a un hijo cuando duda de la valentía del progenitor. Así que Romualdo agachó la mirada y confirmó ante su padre que sí, que acudiría como testigo.
El conde de Ravena mató al contrincante. Y muy posiblemente fuera ese desenlace lo que dio un vuelco total en la vida del joven Romualdo. Había quedado horrorizado. Un noble, al igual que su padre, al igual que él, había quedado tendido en el escampado por la destreza de la espada de su padre. Y eso pudiera, en cualquier lance, acaecerle a él. ¿Para qué, entonces, tanta riqueza? ¿Para qué tantas zagalas a su disposición? ¿Para qué tanto despilfarro, tanta fiesta, tanta francachela, tanto derroche de superioridad, tanto fasto, tanta chanza? ¿Para qué, si cualquier día uno puede quedar tendido en un descampado a causa de la defensa de un honor que no es tal?
El duelo le hizo cambiar de opinión. También de vida. Dejó los corredores del palacio de Ravena y huyó hacia las montañas, para refugiarse en un convento. Sabía dónde se encontraba el de los benedictinos. Por aquellos feudos había ido de caza. Descabalgó de su montura, llamó a la puerta, se presentó, pidió entrada, se la concedieron, eso sí, con recelos, pues también los benedictinos conocían de los arranques del conde de Ravena y podía enviar allí a sus soldados para rescatar al joven, con todo lo que eso implicaba para el monasterio.
Pero lo aceptaron. Quien no quedó convencido de la elección fue el propio Romualdo. Se encontró con unos religiosos que no escatimaban el goce de los placeres de los que él quería deshacerse. Salió del convento y se refugió en la montaña. Mejor solo que mal acompañado.
Y en la montaña se compuso. Luego del reposo para el convencimiento absoluto, comenzó a fundar monasterios distintos al de los benedictinos, donde pudieran acudir los pecadores para lavar su vida mundana y no para solazarse dentro de los muros. Lo de siempre: penitencia, oración, ayuno, meditación. Cambio de vida. Si él había podido cambiarla, o en ello andaba, por qué los demás no. Y fundó conventos con estos fines, Y fundó la comunidad de los Camaldulenses, que eran monjes con estas pretensiones.
No resultaba fácil este cambio radical de vida. Lo sabía él mejor que nadie. Cada noche le asaltaban las tentaciones, vale decir, los recuerdos placenteros. Cada noche podía convertirse en un paso hacia atrás. Cada recuerdo, tentación, podía devolverlo a las andadas. Por eso se necesitaban monasterios de verdad, en los que la penitencia, el ayuno, la mortificación y la oración fueran los recursos necesarios para no retroceder.
Después vinieron los milagros y todas esas cosas, que son los accidentes, a veces inevitables, cuando la vida vuelca por completo. Pero, como siempre, cabe dejar constancia de que el auténtico milagro de estos individuos, por eso santos, es la valentía para cambiar. La forma del cambio puede ya achacarse al estilo de cada cual.