Marina, la de Bayona (18 junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Para los gallegos, santa Mariña. Para mí, Marina, a secas. Y es que esta santa es de mi creación. Bueno, no tanto. Quiero decir que por no haber santa oficial en mi pueblo me puse a crearla con la pluma y salió una novela a la que titulé La canción de Marina. Aunque la creación literaria, a medias, sí es mía, la creación de Marina no, pues era tradición desde siglos atrás que la tal doncella sí existió, que sí tenía ganas de ella un marqués, al que bauticé como el Marqués de Pumareda, y que sí existía una ermita a la que se le dio su nombre, y en la que los pueblerinos creíamos que estaba enterrada, en la entraña de una peña abierta para protegerla del libidinoso marqués, y la que se cerró para que sus soldados no dieran con el cuerpo de la muchacha.
Los milagros comenzaron a aflorar luego de la muerte de la doncella. Antes no. Antes era una criatura original, hija de vasallo del marqués, pero hermosa por demás. Y como los marqueses, en aquella época, poseían el derecho a pernada, el resto ya se lo pueden imaginar. Se inventaron muchos portentos en torno a la joven, mas los que yo inventó para completar la historia, pues no hay nada mejor que una historia completada por uno mismo y según sus necesidades.
Pero no, no es esta Marina la Mariña gallega, la pontevedresa, la que nació a la par con ocho hermanos más. Quiero decir, que su madre parió en el mismo parto a nueve muchachos, uno de los cuales fue Mariña.
Esta primera aparición en la escena es ya evidentemente milagrosa, sobre todo si estamos hablando del siglo X, tiempo en el cual todo podía aparentar milagroso. Pero lo auténticamente milagroso fue que tanto Marina como sus hermanos gemelos sobrevivieron a la decisión de su madre: deshacerse de ellos. Sospechaba la mujer que su vida estaba en peligro, y no por los dolores del parto sino por la mano enfurecida de su esposo, el cual, al regresar de sus andanzas guerreras, no creería que aquel manojo de muchachos eran de él. Irse a guerrear y retornar con el trofeo de nueve hijos de sopetón, y sin previo aviso, no parecía caber en las entendederas de nadie. Y por eso precisamente al madre de las criaturas tomó la decisión de deshacerse de ellas antes de que regresara el guerrero.
Se las entregó a una criada para que las hiciera desaparecer. La criada no cumplió el mandato. ¿Cómo deshacerse de aquellas criaturas solamente por un posible mal entendido entre esposa y esposo?. Así es que no las arrojó al río Miso sino que las distribuyó por la comarca, en manos de personas de mejor corazón.
Y así crecieron los muchachos. Crecieron cristianos. Y cuando su padre, pagano, intentó que abandonaran la religión, luego de enterarse de que eran sus hijos, algunos de ellos se plantaron. Entre ellos Mariña y otra hermana. Cárcel en primera instancia. Intentos de convencimiento luego. Y después, el martirio. Al fin y al cabo los lazos afectivos entre padre e hijas no eran tan consistentes. Y ambas hermanas terminaron, a la edad de 20º años, siendo degolladas por orden paterna.
Cabe esta historia, por supuesto, en una novela, como cabe la de Marina, la mía, la que se encerró en la entraña de una peña para que las pezuñas de los caballos de los soldados del marqués de Pumareda no la alcanzaran.
Sospecho que ninguna de las dos Marinas son reales. Pero ¿quién convence a mis paisanos que la que yo recree en mi novela no es auténtica, si allí está la peña, allí está la ermita y hasta ella todavía nos encaminamos para rezarle?