San Avito, el huidizo (17 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Juro que nunca había oído de él, ni como santo ni como nada. Más todavía, ni siquiera recuerdo a alguien con nombre semejante, y mira que uno se topa con nombres en la vida. Como detrás de cada nombre, al menos de los de antes, siempre uno sospecha a un santo, a este yo ni lo sospechaba: Avito. ¡Vaya nombre! ¿Cómo rezarle a un nombre así?.
Pues bien, entre los desconocidos, San Avito. Usted tampoco le ha rezado, estoy seguro. Hay santos preferidos y los hay desconocidos. Este es de éstos, quizá porque también quiso serlo en vida. Hasta que apareció el mudo.
El mudo era un muchacho de aquellas comarcas, cuidador de cerdos para más señas, y popular por su mudez. El mudo era un chaval de campo al que no se le puede apodar de tonto, pero casi. Al mudo, por carencia de palabra, no le quedaba más remedio que entenderse con los cerdos. Compasión por él sí tenían, pero igualmente burla, sobre todo de los muchachos. Precisamente por eso Vito, en aquel entonces huido una vez más, en aquel entonces, viviendo en cuevas y a la intemperie, en aquel entonces desligado de un monasterio del que no tenía buenos recuerdos, se conmovió del pastor de cerdos, le dijo, ven, le colocó las manos sobre la cabeza, y el muchacho le dijo: Gracias.
Y en el pueblo, cuando le preguntaron qué era eso de hablar a estas alturas, qué le había ocurrido, de dónde procedía el milagro, porque en el siglo VI estas curaciones solamente podía ser atribuidas a milagro, el cuidador de cerdos confesó y dijo:
- Gracias a Avito, el monje que anda por ahí.
- ¿Por dónde?
Explicó con lujo de detalles por donde andaba el anacoreta Vito, el que había huido del monasterio, porque la palabra le daba ahora para explicar todo lo que quisiera. Y aquello de su vuelta a la normalidad de la palabra, mucho más.
Y como ya sabían, por el relato del cuidador de cerdos, el albergue de Avito, se fueron por él.
Se había fugado del monasterio por las murmuraciones. El abad le había encomendado el trabajo de ecónomo, es decir, el de cuidar de las viandas para la manutención de los frailes y el de ahorrar lo necesario para que también pudieran alimentarse los pobres de la comarca. No debió ejercer el cargo, se sospecha, con eficiencia. Por lo que surgieron las murmuraciones. Algunas, se sospecha también, que mal intencionadas. Y Avito, una vez más, escaló los muros del monasterio y se fue a vivir a la intemperie, al campo, a la soledad que no traiciona, al encuentro con la compañía que no mal interpreta. Fueron a por él y le nombraron abad. Había quedado saldado el pecado de la duda.
Llegó a aquella abadía de Micy por curiosidad. De muchacho se topó con ella. Espió el quehacer de los monjes. Volvió días más tarde, sin que lo vieran. Creció su curiosidad, y preguntó:
- ¿Qué es lo que hacen aquí ustedes, por qué se separan del resto, quiénes son, cómo se mantienen, por qué una casa tan grande, porque qué suenan tantas veces las campanas?
- No tantas preguntas a la vez, criatura. Vamos una por una.
Y una por una le explicaron. Y le gustó la explicación. Y después, ya con edad para pedir licencia de ingreso, la pidió. Y se la concedieron. Les dijo que lo de él era ser criado, que no aspiraba a más. Pero el abad pensó que servía para más. De ahí que lo nombrara ecónomo. Luego la fama de su bondad. Luego sus dotes de milagrero. Luego la fama por la comarca. Y por fin, lo del criador de cerdos.
Ya no se escapó más. Como abad realizó lo que todo Abad pretende en un monasterio: imponer su estilo. Y el estilo de este tal Avito fue el de la humildad, la penitencia y el de deshacer todos los entuertos posibles. Dicen que por su intercesión soltaron de la cárcel a los presos de Orleáns. Y dicen igualmente que por su intercesión se ganaron batallas. De milagros se cuentan a montones. Y luego de muerto, la santidad. Pero yo nunca había sabido de él, hasta que vino este mudo y con palabra elocuente me echó el cuento.