Juan Antonio Francisco Regis, el calumniador(16 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Cada vez me convenzo más de que a esas personas que veneramos como santos, fueron personas tan normales, tan del común, que precisamente ese fue su gran milagro. No eran ellos quienes se diferenciaban del resto, era el resto quienes los diferenciaban. A veces se salían de la norma, es verdad, pero no de la norma natural sino de la que había sido impuesta como natural. Y ninguna imposición, por definición, puede llamarse natural.
Este tal Juan Antonio Francisco Regis, natural de Narvona, de familia acaudalada, resultó un tipo tan natural que, por serlo, le costó la fama. Lo cual suele ser también muy usual como norma de los difamadores. Cuando no puedas por las buenas, hazlo por las malas; cuando no convenzas con la palabra, utiliza el grito; cuando no lo logres con la palmadita en el hombro, utiliza el garrote. Con este santo utilizaron el arma de la definición, y aunque no murió martirizado sino a causa de una pulmonía, por haber quedado atrapado en una tormenta de nieve durante toda una noche, el gran martirio que sufrió fue el de la difamación.
Hay martirios que uno puede aceptar sin rechistar, el de algunas difamaciones resulta literalmente inaceptable. Por eso cuentan que los rumores, y las acusaciones formales que lanzaron contra él, resultaron de un dolor agudísimo, de una tremenda desilusión. Justamente lo acusaron de todo lo contrario de lo que hacía.
Digámoslo de una vez: lo acusaron no de mujeriego, que eso casi nunca ha parecido ser obstáculo para que el varón pueda presumir, ni ahora ni en aquellos tiempos del siglo XVII, cuando el jesuita Juan Antonio Francisco predicaba. Lo acusaron, entre otras muchas acusaciones generales, de la particularidad de utilizar la predicación para andar con prostitutas, eso que genéricamente se llama “mujeres de la mala vida”.
Y era verdad. Con ellas andaba, igual que con otras gentes de mal vivir. Y en sus lugares se metía, que no hay por qué diferenciar tanto los lugares si len quienes ellos viven son unos u otros. Con ellos andaba, para sacarlos del lugar, no tanto del físico cuando del oprobio en el que malvivían. Con ellos andaba predicándoles, a su manera, es cierto, con su estilo, es verdad, pero con resultados eficientes.
Lo achacaban también de que su vocabulario no era el correcto. Y no lo era. No predicaba más que con el lenguaje que podían entender quienes le escuchaban, fueran de la condición que fueran, y no con el de los predicadores oficiales, que predicaban para que nadie los entendiera. Y con lenguajes así, almibarados, grandilocuentes, empalagosos, no ha mensaje que prospere, sencillamente porque no convence. A este se le acusaba de ser “ordinariote”.
Los superiores, en principio, creyeron a los calumniadores, que eran precisamente los que se veían afectados por la conversión de borrachos, prostitutas y otras hierbas: por culpa del predicador comenzaban a fracasar sus negocios. Y a eso sí había que poner coto. Creyeron en principio a los calumniadores, fenómeno también frecuente en algunos superiores. Por algo lo dirán. Y claro que por algo lo decían: lo decían porque escaseaban sus ganancias. Pero hasta ese extremo no llegaba el obispo ni los demás.
Hasta que se comprobó que no, que Juan Antonio Francisco era jesuita sin tacha, que su lenguaje era el correcto y que los calumniadores eran simplemente negociantes inescrupulosos. Decía este santo que más difícil que curar enfermedades, o devolver la vista a los ciegos, era lograr que cambiaran de vida quienes no querían cambiar, que ese era el auténtico milagro. Y es verdad. Y de milagros de este tenor el predicador produjo en cantidad.