Micaela y las prostitutas (15 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Como la vida de esta mujer yo conozco más de una. O sea, que se trata de vidas que se dan, de posibilidades posibles, de casos raros más comunes de lo que parecen. La vida de Micaela, madrileña, de buena extirpe, nacida cuando se estrenaba el siglo XIX, que pareció un siglo que pretendía arrastrar con él a todo lo anterior para inaugurar un tiempo con otro estilo, pues se me antoja la vida de una mujer caminando hacia el siglo XX, al que no llegó pero que vislumbró.
Es esta una historia que deambula entre lo refinado y lo sórdido, entre el boato y la miseria, entre la fiesta y la oración, entre el buen vestir y los harapos. Es esta la historia de una mujer pisando dos mundos y, aunque ella quiso entender a ambos, paradójicamente ninguno de los dos la entendieron. Es esta la historia de una dama de alta alcurnia que supo caminar con elegancia por los saraos diplomáticos y también aprendió a caminar con resignación por los tugurios de las prostitutas, de la gente de mal vivir, de la explotación de la carne, que siempre es la explotación total. No hay explotación de la carne, digo, que no comience y termine en explotación económica. Y no por el o la practicante sino por los o las negociantas.
Una mujer que nació para la diplomacia y que terminó recogiendo muchas en la calle para que no las utilizaran como carne de negocio. Una mujer que nació para la elegancia y que terminó luciendo con orgullo el singular vestido de monja. Una mujer que nació para tenerlo todo, belleza incluida, y terminó perdiendo casi todo, porque la belleza jamás la perdió, eso dicen. La belleza total: la que proporciona el cuerpo y la que enaltece el espíritu.
Micaela comenzó andando por la vida por el camino de la orfandad. Padre, madre, hermanos, fueron muriéndose como si se tratara de un virus familiar. Solamente le quedó el diplomático, y un hermano diplomático tiene que velar por la hermana que queda en camino. Y por ella veló. A su estilo. Con su condición. Con lo que sabía y con lo que podía, que no era poco. Pero por ella veló. Fue él quien la introdujo en ese mundo de la elegancia, del chismorreo, del besa mano, del vestido a estrenar, de la copa con la que brindar, de la agenda comprometida, del donde se puede ir y del dónde no es conveniente.
Pero Micaela terminó recogiendo a las prostitutas madrileñas y de otros sitios luego de la experiencia de ver cómo las trataban. Lo que le costó lo que se supone: pérdida de amistades, acusaciones sin fundamento, sospechas que no venían a cuento, calumnias de quienes se sentían socialmente correctos, en fin, esas cosas reiterativas que se dan en vidas como las de Micaela.
Fundó a las hermanas Adoratrices, y esto ya nos suena bastante. Entrar en una iglesia donde las Adoratrices viven es contemplar siempre a una religiosa adorando a ese Santísimo Sacramento sin mácula, que todo lo comprende y todo lo atiende.
El milagro de Micaela consistió en ocuparse del desecho que nadie se ocupaba, que la mayoría usaba pero que todos despreciaban: las mujeres de la calle o de los tugurios. Es decir, que la preocupación de esta mujer madrileña consistió en dignificar no la profesión de la calle y la nocturnidad sino la vida de las explotadas a la fuerza. Y una dama de sociedad, dedicada a estos menesteres, no puede ser bien visto ni por los de su condición ni siquiera por los de su religión.
Murió infectada por el tifus, por esa manía suya de ayudar a quien la necesitara, fuera enfermo del cuerpo, fuera enfermo del espíritu. Pero ese es el destino que persigue a damas que se empeñan en seguir siendo damas, aunque se las tilde de andar en compañía de gentes de mal vivir.