Antonio de Padua: de rico a Franciscano (13 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Un padre rico siempre escribe el destino de su hijo: su misma condición, la riqueza. Un padre rico, en el siglo XIII y ahora, creen haber marcado el camino de la descendencia, pues es un camino ya trazado y, si no se producen los descalabros, un camino que va hacia más. Pero del mismo árbol no siempre todas las ramas crecen rectas, en la dirección deseada, según el imperativo de lo natural. Y este muchacho, Antonio, nacido en Padua, de padre millonario, se desvió del tronco y comenzó a crecer torcido.
- ¿Cómo que no quieres ser rico?
- Pues no.
- ¿Y qué quieres ser?
- Franciscano.
Estos caprichos suelen tenerlos algunos chavales a ciertas edades, pero se trata de enfermedades pasajeras, de virus momentáneos, de un encuentro desafortunado; por ejemplo, haber entrado en una iglesia y haber escuchado a un predicador; por ejemplo, haber soñado en eso que no suelen soñar los muchachos a ciertas edades pero que, no obstante, a veces sueñan.
- ¿Qué quieres ser franciscano?
- Eso deseo, padre.
- Ya se te pasará la fiebre.
Decir pobre y decir franciscano es lo mismo, en el siglo XIII y en todos los siglos, así que no había más que hablar. Por Italia andaba la fiebre de aquel juglar de Asís, de nombre francisco, que hablaba como los poetas, congeniaba con los animales del campo, se extasiaba con las puestas de sol, llamaba hermanos a todos y había fundado una Orden de pobres para predicar la pobreza. Se llamaba Francisco.
- ¿Sigues pensando en los franciscanos?
- Sí, padre.
El buen hombre preguntaba a Dios, porque en aquel tiempo casi todo se le preguntaba a Dios, que por qué le había salido torcido el muchacho. Dios le respondía en sueños mostrándole los hábitos pardos de los seguidores de francisco, los pies amparados solamente en sandalias y con una gran paz en la mirada.
- ¿Otra vez la pesadilla? –lo despertó su esposa.
- Otra vez.
No hubo manera. El joven se dirigió al convento y allí lo aceptaron. Su padre lo vio vestido con el sayal que no era de su condición, pero no le desagradó tanto, hasta le caía bien, pues el joven no tenía mala planta. Y, además, le decía el superior, predica muy bien.
Lo enviaron a misionar por las ciudades de Italia y Francia. Y muy bien lo hacía. Y cundió el rumor no solo de que ese franciscano era excelente predicador sino el mejor de los milagreros. Eso sí, a lo San Francisco: milagros en eso que llamamos las pequeñas cosas, milagros que aparentaban insignificancias, pero milagros al fin. Y desde entonces no parece haber existido santo más milagroso que éste. Y eso que murió en plena juventud, a los treinta y seis años de edad, a causa de una enfermedad y refugiado en un monasterio.
Su padre vivió para verlo y en sueños soñó que se le había extinguido su gran fortuna.