Juan de Sahagún: Salamanca sin tifus (12 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Nació en Sahagún donde los templarios vistieron su temple sagrado-guerrero con castillos defensivos y ofensivos, con fortalezas de raigambre, con puentes levadizos para sus incursiones y excursiones. Tuvo que andar a trote por las callejas que dan a la iglesia de San Tirso y a la de San Lorenzo, y por los senderos que dan al río y por las colinas que dan a escondites. Tuvo que soñar con Compostela porque Sahagún es camino de peregrinos, y por lo mismo de albergues, y por lo mismo de reposo, y por lo mismo de oración. Tuvo que andar por todos los alrededores a pesar de ser hijo único y tardío, por eso protegido por unos padres que tuvieron este hijo de milagro. Y le pusieron por nombre Juan, que no es gratuito: el Bautista también es tardío, también nacido por milagro, y también corredor de alrededores, y de ayunos, y de alimentos a base de miel silvestre.
Lo llamaron Juan y a pesar de ser de Sahagún se hizo y fue de Salamanca: al fin y al cabo todo queda en casa, porque Salamanca fue la casa de los santos castellanos: hacia Salamanca conducía el camino donde el saber se convertía en sagrado. Que lo digan Teresa de Ávila y Juan de Fontiveros, que luego se apellidó de la Cruz, y que allí se hicieron, en Salamanca.
Juan, el de Sahagún, es castellano por todos los costados, desde el del nacimiento en 1430 hasta el de la muerte, en 1479. Así que este leonés San Juan es el santo salmantino que Salamanca no tenía.
Salmantino de a pie y de iglesia por todos los caminos de la ciudad y por todos los coros de los claustros, que mira que hay claustros y recovecos en Salamanca; que mira que hay donde pasear y donde meditar, que mira que hubo y hay bullicio y sangre de estudiante. Que mira que hubo y hay filosofías y teologías, y poetas místicos como Unamuno, y catedráticos de clase como Fray Luis, que también fue leonés de Salamanca, y en ella está, custodiando la entrada plateresca de la Universidad, que es el milagro salmantino bordado en filigranas sobre piedra dorada, y bordado en el saber manando de las aulas y paseando por los claustros. Y luego por las calles. Y de las calles al cielo.
Este salmantino San Juan de Sahagún dicen los que de él saben que “predicaba muy fuerte contra los ricos que explotan a los pobres”, que es distinto de predicar fuerte contra los ricos que no explotan. Dicen que en un pueblo habló tan fuerte contra los terratenientes que no pagaban lo debido a los campesinos “que aquellos ricachones no le volvieron a dejar predicar en el pueblo”. O sea, que la historia de este tipo predicación es reiterativa y siempre conduce a lo mismo.
Pero Salamanca le debe a este San Juan su salud: consiguió que Dios la librase de la peste del tifus negro, que a tantos cristianos castellanos se llevó por delante. Y dicen además que les dio agua en abundancia cuando la sequía asolaba a la ciudad.
El milagro de San Juan, el que nació en Sahagún, fue la predicación, la palabra. Y no podía ser otro estando en Salamanca. Porque en Salamanca siempre ha sido la palabra el milagro que sale de las aulas y de los claustros. Y tan segura es esa palabra que toda Salamanca es una hechura de verdades cinceladas en piedra.