Ana María, la sirvienta (10 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Mira quién va por ahí, la “besaladrillos”, mira a la “beata”.
Se mofaban de ella. No había nadie en Roma que no supiera de Ana María Taigi, la sirvienta, la rezandera, la adivina, la lava manteles, la que nació en Siena para venirse a Roma a servir. Unos decían que en su casa tenía una bola de cristal de la que sacaba las adivinanzas, otros aseguraban que no intuía sus predicciones en cosas de magia sino en revelaciones de lo Alto. Ana María iba y venía escuchando las murmuraciones, soportándolas, qué remedio. Soportar había sido siempre su condición. Lo primero que tuvo que soportar fue su extrema pobreza, su condición de indigente, el que sus padres y aceptaran su miseria. Así que de soportar estaba hecha, por eso que ahora la insultaran por la calle por refugiarse en la oración, por visitar las iglesias, por tener padre espiritual, y por dar consejos, era asunto baladí. Eso bien se puede soportar. La pobreza es otra cosa, mucho más duro de soportar.
Nació pobre y no murió rica. Le añadió a su condición siete hijos, que es tanto como aumentar la pobreza siete veces para los ojos de los demás, aunque no para los de ella. Ni tampoco para su esfuerzo en echarlos adelante.
Mal lo tuvo en su casa durante los primeros años. Sus padres la veían como un estorbo más, y no porque renegaran de ella sino porque carecían de lo imprescindible para sacarla a flote. Así es que se decidió. Una nace como nace y no queda más que echarle valor a la vida. Y el valor que ella podía echarle, muchacha, favorecida sí, pero muchacha, era servir. Decirlo sin contemplaciones: solicitar empleo como criada.
Por eso digo que a esta santa la tiene usted en casa, o en la casa de al lado, en carne y hueso, con un acento de voz que denota otras latitudes, con un tono en la piel que posiblemente también denote su condición, con unas canciones mientras barre, hace las camas, limpia la cocina, lava, plancha, que son canciones de otros lados, a veces hasta con otro lenguaje. Ahí está, sumisa, cantando y tragando saliva a la vez, cantando para aguantar las malas palabras y, a veces, los malos tratos. Pero cantando, porque lo que usted le paga es un poco lo que necesita para echar adelante a esos muchachos que hasta son demasiados para su condición. Digo, por lo mismo, que esta santa, Ana María, es tan de ahora y tan de siempre, porque son las mujeres que tienen que soportarnos por su necesidad.
Supo ir moldeando a quienes se encontraban cerca. Supo que entendieran por qué rezaba, qué pedía a Dios, por qué lo pedía y por qué no se cansaba de pedirlo. Hasta que agarró fama de que sus consejos, y sus predicciones, eran auténticos. Y, viviendo ya en su casa, pobre siempre aunque ahora más digna, por allí transitaban personalidades para confiarle sus cuitas, para intentar adivinar qué sería de sus vidas, para que les diera consejos. Dicen que hasta cardenales acudieron.
Fue mujer agraciada. A los 20 años se enamoró. A los 20 se casó. Y a partir de los 20 comenzó a tener hijos. Siete en total. Y un marido chisquilloso, de mal talante, irascible a veces, hasta que ella supo amainarlo. Ya no iba de casa en casa, sirviendo, pero servía en la suya. Por eso dicen que su profesión fue la de sirvienta a vida completa. Lo de los milagros que se le atribuyen puede que no sean más que consecuencia de su condición. Lo de las predicciones que dicen, hijo, también. Lo cierto es que vivió y murió envuelta en ese halo de santidad de las personas que, sabiendo de qué condición son, no solamente no se avergüenzan sino que logran que los demás no se avergüencen. Es el milagro que me interesa. Para la Iglesia es mujer a imitar.