Los martires de Uganda (3 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Que en Uganda haya mártires, no es novedad. Uganda es una nación martirizada casi desde su nacimiento, que ya es decir. Uganda es una de esas naciones africanas a las que le hemos colocado sobre su espalda el peso de una cruz que ojalá terminara conduciéndola hacia la resurrección, pero que, al parecer, el tiempo se demora, el Viernes Santo se convierte en eterno y la nación continúa en su agonía desesperada del martirio. Martirio político. Martirio económico. También martirio religioso. Y también, por supuesto, martirio cristiano.
¿Quién conoce a estos mártires ugandeses de nombres desconocidos para quienes no sean de Uganda?. Uno, Macaza, aunque en cristiano se le nombrara José. Otro, Luanga, de nombre Carlos. Y así hasta veintiséis. Los veintiséis ugandeses fueron cayendo, uno a uno, como caían los ugandeses cuando Idi Amin y otras dictaduras. Fueron macheteados o por el odio del clan, o por el odio de una tez un poco más o menos oscura, de unos labios un poco más o menos gruesos, un ensortijamiento del cabello un poco más o menos ensortijado. Fueron tiñendo de sangre a esa Uganda de color negro de piel, de color negro de enfermedades, de color negro de libertades no permitidas, de color negro de democracias anheladas. Fueron cayendo por disidentes de cualesquiera de las intransigencias, que no otra cosa son las dictaduras: intransigencias en el camino del vivir.
Estos veintiséis mártires de Uganda murieron por ser cristianos, pues allí el cristianismo no era religión afín a las dictaduras políticas y de brujería comercialista de los gobernantes de turno. Murieron por opositores, porque en regímenes así todo les oposición cuando no se practica la posición del que manda. En este caso incluida la oposición sexual, pues el tal Muganga, el mandamás, era, además de gobernante, aficionado a los muchachos; desliz que le echaron en cara Macaza, Luanga y el resto. Y por eso, entre otras cosas, los mandó matar.
La fe que profesaban estos jóvenes africanos no entraba en el canon de la fe del mandamás, y eso siempre se paga. No tuvieron miedo cuando les ordenó que dieran un paso adelante si seguían proclamándose cristianos. Dieron el paso. Y ante el asombro de quienes observaron la valentía, fueron cayendo, uno a uno. Fueron veintiséis que sepamos. Puede que fueran más. Aunque, de seguro que han sido muchos más, que continúan siendo muchísimos más los mártires de esta Uganda hambrienta, ensangrentada, desconocida, titular momentáneo de periódico de Occidente cuando el dictador exagera más de la cuenta.
Por estas tierras no solemos rezar a estos santos, entre otras cosas, por desconocidos. Y eso ya es un martirio añadido. Pero no estaría de más que nos postráramos ante ese altar en el que continúan dando constancia de la barbarie de unos tiempos que parecieran pertenecer a cuando las catacumbas y los emperadores romanos, tan dados al circo y a las fieras, hacían de las suyas con aquellos cristianos primerizos, y que ahora continúa haciéndose con estos cristianos de negra tez pero de inmaculada vida, aunque la profesen en el corazón negro de una nación martirizada.
Dicen que las cosas ahora van un poco mejor por aquellas latitudes, y que los cristianos, de veintiséis, han pasado al millón. Pero no hay que echar las campanas a voleo. Uganda continúa siendo tierra de mártires por cualquier motivo.