Bonifacio, el bienhechor(5 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Este era un santo para mi desconocido hasta que conocí a Bonifacio, mi amigo. Sé que a mi amigo no le va a gustar que escriba esto, pero lo siento; no me queda más remedio. Porque si lo que significa Bonifacio a alguien cuadra es, lo juro, a Bonifacio, mi amigo. Y no hay cosa que mejor cuadre que esa de responder a la identidad del nombre.
El Bonifacio que la Iglesia venera fue fundador de monasterio, mi amigo no. Quiero decir, no monasterios de piedra, pero sí ha fundado el monasterio de una vida consagrada a su identidad, a su entorno, a sus amistadas y a santificar todo aquello con lo que su mirada se topa.
El Bonifacio al que hoy honra la Iglesia, fue predicador, y mi amigo, también. Con orgullo lo digo, y él debe sentirse orgulloso, aunque diga que no. Predica Bonifacio, mi amigo, entre otras cosas con la sonrisa, que es una predicación de alto vuelo, en la que todos creen, de la que nadie duda. Predica mi amigo con la pluma, que es de una calidad exquisita en el estilo, a veces también en la rebeldía, y una rebeldía bien escrita debe ser canonizada como artículo de creencia. Digo que es exquisita su pluma pero más todavía el pensamiento que su escritura constata, las verdades de seriedad de sonrisa inconfundible que su pluma plasma, el caminar de su pluma por la vida del artículo y del libro, que es su altar de consagración. En esto sí se parece a aquel Bonifacio que se empeñó con todo su empeño en hacer a Alemania y alrededores creyentes de una sola fe.
Muchos siguieron a aquel Bonifacio, y a éste es imposible no seguirle. Posee el don del atractivo personal envuelto en bondad, en acercamiento, en prosapia, en desenfado. Para él siempre las cosas van bien, porque inclusive las que van no tan bien pueden ir mejor, que es de lo que se trata, y es en lo que se empeña. Por eso no me cabe la menor duda de que Bonifacio, el bienhechor, no solamente es la identidad de aquel predicador de los primeros años, sino el de este predicador, amigo perdurable, que siempre tiene la sonrisa a flor de labios, en las duras y en las maduras.
A aquel misionero que comenzó construyendo monasterios para que de ellos saliera la verdad por caminos y veredas, por plazas y en descampado, lo mataron como se mata a todos los misioneros de la misma extirpe: cortándole la cabeza. No es este el martirio de mi amigo, o al menos no es el que yo le deseo, pero también ha tenido que soportar sus machetazos, esos que se dan siempre hasta con buena intención y que, aunque no te corten la cabeza, intentan cortarte el futuro. Así es que hasta de martirio puedo hablar de mi amigo, Bonifacio, que es uno de mis seleccionados en este santoral personal que yo solamente practico.
Pero regresemos a este primer Bonifacio, de naturaleza inglesa y de predicación alemana. Aunque dicen que hizo milagros a montón yo me quedo con el de su nombre, porque con él quiero honrar a mi amigo, el bienhechor, que a la postre, es el milagro que perdura.
Conocer en vida a quien es ejemplo de vida es un regalo de Dios que no todos merecemos. Dios me ha concedido el regalo santo de Bonifacio, mi amigo. Quienes lo conocen, además de yo, lo llaman el buena gente. Pues ya está dicho todo. Para remate, lo llamamos Boni.