Mateo, el borrachito (7 de junio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

A este tal Mateo si lo conoce usted, y yo, y todos. Este muchacho sí es de verdad de nuestro tiempo, y no solamente porque viviera en el siglo veinte, sino porque anda todavía por nuestras calles, por las calles de las ciudades, por las calles de los pueblos, diariamente, de fiesta en fiesta, de borrachera en borrachera. Es uno de los del botellón, y con eso ya tenemos un retrato más que suficiente.
La juerga del botellón se ha convertido en la religión moderna del fin de semana de una juventud que no sabe caminar si no empina la botella. El vicio del botellón se ha convertido en la algarabía del fin de semana de todos esos muchachos y muchachas que se sienten mayores de edad dándole a la bebida, o a lo que sea, rompiendo vidrieras, dejando las calles nocturnas de las ciudades de una suciedad que no se compagina. La costumbre del botellón
Se ha convertido en el comentario del lunes, en el colegio, en la oficina, en donde sea. Si no hay botellón juvenil y nocturno los fines de semana no hay fin de semana, es decir, no hay juventud enloquecida. Para pasar la noche en vela, bailando o sin bailar, pero gritando mucho, eso sí, es imprescindible la compañía del botellón. Con el botellón en la mano, y en la boca, todo se puede: se puede la desfachatez, se puede la blasfemia, se puede el irrespeto, se pueden decir las cosas que no se dicen si falta el botellón. Así es que el botellín ha pasado a ser la oración nocturna de fin de semana de una buena parte de la juventud que se no se refugia en el botellón es como si no fuera joven.
Este muchacho, Mateo Talbot, fue borrachito de atar. Pobre como era, desafiaba a su pobreza con el alcohol. Serio como era, se disfrazaba de lo que no era con unos cuantos vasos de más. Creyente como era, y respetuoso cuando andaba en sus cabales, se mofaba de todo cuando el alcohol se le subía. Y se le subía a diario. A pesar de los ruegos de su madre, a pesar de sus propias promesas cuando le llegaba la lucidez.
Hasta que un día, y nadie sabe por qué, lo dejó. Ni una gota más. En vano le pasaban la botella por delante de las narices. En vano lo instaban a que solamente un traguito, que un traguito no hace daño. Dijo que no, y no.
Y comenzó a ser lo que era cuando no era borracho. Es decir: las calles de su pueblo ya no eran retorcidas, las campanadas del templo sonaban a misa, los amigos podían tenderle la mano sin sonrisa malsana. Eso sí, se hizo retraído. Se encerró en sí mismo, pero no gracias a la falsa medicina del botellón sino gracias a la gracia de la falta del mismo.
Parece que no le pasó mucha factura la bebida pues desde los 24 años cuando dijo no, duró hasta los setenta, cuando murió repentinamente, en una calle, sin que nadie tuviera tiempo a alzarlo. Puede que fuera de un infarto. Quién sabe si alguna secuela tardía. Pero cuando murió ya nadie recordaba al borrachito que confundía el andar y se le trabucaba la palabra; conocían, eso sí, a un hombre que supo decir no en el momento oportuno y que cumplió hasta la muerte.
No sé si estas líneas resultarán edificantes, pero la Iglesia le ha concedido el título de Venerable, es decir, de persona a imitar. No sé si los modernos protagonistas del botellín lo conocen. Pues si lo conocen, que vayan a un rincón, con el botellón en la mano, y recen junto a él esa oración que dice, no, ¡ni un trago más!. Me satisface cuando la iglesia coloca a nuestra consideración personas a imitar como este venerable Mateo Talbot, hijo del siglo veinte, borrachito y arrepentido.