Pascual Bailon (17 de mayo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Porque bailaba, precisamente por eso lo apodaron “bailón”. No es que fuera bailarín, pero le daba a una danza rústica, pastoril, de campo abierto. Posiblemente la danza de su pueblo, la danza de la plaza, la danza de la fiesta, la danza que se danza por la alegría común y para la alegría común. Una danza ritual, sagrada, o casi, pastoril. Y ninguna palabra más apropiada que ésta: pastoril. Pascual fue pastor de ovejas durante diecisiete años, que ya son años.
Con diecisiete años pastoreando sin descanso se lleva la profesión len el cuerpo. El dicen que también en el alma. Diecisiete años bautizando ovejas, que no hay pastor que no se tome en serio este sacramento. Diecisiete años madrugando, trasladando al rebaño a mejores pastos, conociendo de las enfermedades de las patas, esas pezuñas que se agusanan y resultan difíciles de remediar, ese moquillo que les entra y que resulta difícil de curar. Que a un pastor se le mueran pocas ovejas, aún aquellas que tienen que morirse, no es para hablar de milagro, pues lo del pastor es pastorear como Dios manda y pastorear es también eso, saber del mal que aqueja al rebaño.
Diecisiete años en el campo, durmiendo a veces en cabañas, o a plena luna cuando el tiempo lo permitía y casi lo exigía. Pero diecisiete años a la intemperie son muchos años. Conozco los rostros de los pastores que se han pasado la vida en ese quehacer. Son los rostros de mis tíos y de mis abuelos, iguales los tres, iguales todos los que se esperan con las ovejas. Conozco su afán a la hora de esquilar, a la de ordeñar y a la de criar a las crías. Conozco cómo cargan a los corderillos recién nacidos, agarrándoles de las dos patas, y como la madre no se separa, lamiéndolos todavía porque todavía necesitan ese materno y primer regocijo. Así es que porque conozco esto, puedo comprender la alegría de pascual cuando, a escondidas, danzaba en el convento franciscano, en el que había ingresado para honrar a Dios cocinando, llevando mandados, barriendo y cuidando la puerta. Un hermano franciscano en toda la regla.
Se encaminó hacia el convento porque desde niño le atraía la cercanía de la misa, sobre todo en el momento de la consagración. Dicen que desde el campo todos los días, dirigiendo la mirada a la torre de la iglesia del pueblo, se arrodillaba en el momento del toque de campana anunciando la elevación. Pero deseaba estar más cerca, y el convento era lo apropiado. Aspirar a más no podía, ni quería. Sin letras en su haber, tenía lo que se tiene cuando se tiene sentido común: fuerza para defender su creencia. Y así lo hizo ante los protestantes que no admitían la presencia de Cristo en la Sagrada Hostia.
Lo vieron bailando posiblemente mientras cocinaba, o mientras barría, y no lo tildaron de loco, pues lo conocían, pero sí sonrieron como se sonríe ante la incomprensión. ¿Tan contento por barrer? ¿Tan contento por cocinar? Posiblemente no por eso sino sólo por la alegría. Era un hermano lego contento, satisfecho de sí mismo y del trabajo que realizaba. Si el convento hubiese tenido rebaño seguro se hubiese dedicado a él, pero a falta de rebaño otros oficios supo desempeñar.
De vida no realizó milagros, o se desconocen. Y eso dice mucho en su haber. Fue luego de la muerte cuando las gentes que a él acudían para su protección dijeron esto y aquello. Y nadie lo dudó, porque un pastor puede hacer milagros de día y de noche, a la luz del sol o de las estrellas, a campo abierto, a puerta cerrada. Inclusive bailando.