Juan Bautista Rossi, el que no se atrevía a confesar (23 de mayo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Erase una vez un sacerdote que no se atrevía a confesar: temía que sus consejos no fueran los más oportunos para los penitentes. Y es que no resulta sencillo ser consejero útil ante actos muy concretos. Decir que hay que ser bueno, es útil, pero es poco, el problema reside cuando hay que oponerse y decir cómo hay que serlo. Es ahí donde la dificultad asalta, eso de pensar que lo que resulta provechoso para uno no necesariamente lo es para todos. Ese tal se llamaba Juan Bautista Rossi quien, a la postre, se convirtió en el confesor más confiable. Había fila ante su confesionario. Quienes salían, lo hacían, dicen, con sonrisa en los labios. Quiere decir que salían con tranquilidad, y ese es un perdón de máximo calibre.
Juan Sebastián Rossi no era de esos que pueden andar por la vida derrochando salud, ni en lo físico ni en lo mental. Y, queriendo, aferrarse a la virtud, cometió uno de sus pecados: el de la credibilidad sin lógica en los remedios espirituales. Quiero decir que se dejó llevar por los consejos de un librito piadoso, de esos que dan recetas por igual y para todos y que las tales no resultan bien para la salud, ni la corporal ni la mental, de todos. Es decir, se dejó influir por la lectura piadosa de un librito que proponía como remedio las mortificaciones a como diera lugar y las penitencias de todo tipo. Terminaron debilitándole la salud: la del cuerpo y la del espíritu. Comenzó a flaquear en sus fuerzas físicas y también en sus fuerzas mentales: cayó en una depresión nerviosa.
Lo de la depresión nerviosa lograron atajárselo, lo de la salud corporal no del todo. Así que se arrastró por la vida llevando en su cuerpo el sufrimiento de la mala salud. A pesar de ello, duró lo suyo. A los sesenta y seis años el corazón le falló definitivamente. Y como no tenía nada en su haber, entre los amigos le pagaron el entierro.
Lo suyo comenzó cierto día en su pueblo natal, cuando una familia de turistas lo vio buenecito, educadito, digno de mayores cosas. Se enteraron que su familia no tenía cómo echarlo hacia delante en eso que toda familia anhela para los muchachos: el estudio. Y la pareja, luego de hablar con los padres, se lo llevaron a Roma con la intención de que estudiara. Lo hizo el muchacho. Y lo hizo bien. Luego vino lo de la ordenación sacerdotal. Luego lo de los libros piadosos, lo de las mortificaciones sin control y lo del deterioro de la salud. Y, por supuesto, lo del confesionario.
También, por supuesto, y como es de lógica en todos los santos, lo de los pobres, lo de los enfermos y lo de los abandonados. Se empeñaba en ellos más de lo que sus fuerzas le permitían. Pero no cedía. Hasta que el corazón lo detuvo a los sesenta y seis años.
Es, por eso, una historia muy curiosa. Una historia que, yo diría, anduvo por los extremos: por los extremos de la salud, por los extremos de la confesión y por los extremos de la credibilidad. También por el extremo de su atención a los necesitados.
Ya es bastante, para tenerlo como ejemplo, el que supiera controlar sus excesos espirituales. Porque los pecados también pueden darse en estos excesos. Y se pasa mal. Cuando las depresiones nerviosas acechan las tonterías se producen y hasta se da como bueno aquello que no lo es tanto. De todas formas, Juan Bautista Rossi pasó por la vida haciendo bien y perdonando, y aconsejando mejor de lo que creía. Y este es un buen aval para los altares.