Santa Matilde, Reina (14 de marzo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Pareciera como si Dios no cupiera por los pasillos de los palacios, como si no se adentrara en las alcobas de los monarcas, como si le repugnaran los tronos, como si los protocolos reales fueran para honrar lo sospechoso. Y hete ahí que no, que en todas partes se cuecen habas, que la apariencia no coincide siempre con la realidad, que allí donde presumimos pomposidad quizá se esconda humildad y sacrificio. Parece ser el caso de esta mujer, Matilde, descendiente de guerrero famoso, hija de duque y casada con el duque de Sajonia. Un matrimonio en toda la regla, tanto por parte de ella como por parte de él. Hijos en cantidad, como era usual en aquellos tiempos: Oto I, emperador de Alemania; Enrique, duque de Baviera, Bruno, arzobispo de Baviera y santo, Gernerga, casada también con gobernante, como era de ley; y Eduvigis, quien fuera madre del famoso rey francés, Hugo Capeto. ¿Qué más pedir a un matrimonio así y a su estirpe?.
Margarita era dama rezandera, aunque sin extravagancias. Cuando tenía que vestir de reina y marcar los pasos del protocolo, lo hacía, Cuando no, ama de casa, sin mayores consideraciones. Sospecho que tendría damas, pues a esas prerrogativas ni las reinas pueden renunciar. Sospecho que tendría cuidadoras para sus muchachos, pues eso igualmente entra en los presupuestos de palacio. Pero dejar de ser madre atenta para que a sus hijos los atendieran otras mujeres, no.
Digo que era rezandera a tal punto que su esposo llegó a sospechar que sus resonantes victorias no se debían a su ardor en las batallas, ni a que instruyera convenientemente a sus huestes, sino a las oraciones de su mujer. El rey murió como han muerto muchos reyes: cumpliendo su deber en el campo de batalla. Y Matilde quedó viuda.
Un derrame cerebral se llevó al rey. Y una decisión tomó la reina: quitó de su cuerpo toda la grandeza que le correspondía, joyas incluidas, jurando no volver a emplearlas. Demasiada necesidad había por las calles para que en su cuello deslumbran las gargantillas, para que sus muñecas lucieran pulseras con diamantes, para que de sus orejas pendieran oro y perlas. 
No le fue bien con sus hijos. Lo que el esposo jamás le había reprochado, ese afán suyo de repartir limosnas a quienes sufrían la necesidad, se lo reprocharon los hijos. Enrique y Oto se aliaron para pedir cuentas a su madre.
- ¿Piensas que creemos que todo ese dinero que has gastado lo entregaste a los pobres? ¿Piensas que somos tontos?. ¿Dónde lo tienes guardado?
Estos dos hermanos andaban cada cual por su lado, distanciados y odiándose. Solamente se unieron para reclamar a su madre el dinero. La mujer, un poco sonriendo, comentó con quienes confiaba:
- Es verdad que se unieron contra mí, pero por lo menos se unieron.
Y todo volvió a la normalidad. Los hijos se congraciaron con la madre, y la madre los perdonó.
Y llegó lo que siempre llega: la hora postrera. Setenta años tenía Matilde. Setenta años bien cumplidos y bien caminados. Y el último trecho dicen que lo caminó así: repartiendo entre los más necesitados aquellos que todavía quedaba en sus habitaciones. Hijos y nietos no reclamaron.