Humberto, el cazador (13 de marzo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Este santo, como tantos otros, tiene dos caras: la buena y la mala, la que parece que lo destina al mundanal ruido y aquella que lo endereza, que lo aparta del estruendo y lo conduce hacia el recogimiento. Y no quiero decir que la cara de cazador sea la nefasta, aunque ahora no esté bien visto eso de andar escopeta en mano matando animales, por deporte. Yo también caí en este pecado, aunque jamás disparé. Acompañaba a mi tío, que él si era dado a cazar perdices, palomas, patos y conejos. Es decir, caza menor. Y me alegraba cuando el disparo de mi tío daba en el blanco. Era el deporte, o la necesidad, en aquellos tiempos, de que mi tío llevara algo a la casa para comer.
Humberto era cazador con todas las de la ley, y de caza mayor. Como hijo de rey, del rey Bertrand de Aquitania, siglo VIII, andaba por el bosque con su padre y comitiva abatiendo a osos, lobos y lo que se encontraran. Salvó en una ocasión la vida de su padre, cuando un oso enfurecido atacó al rey y a punto estuvo de dar con él. Humberto se fajó con el oso a cuerpo limpio, y venció a la fiera. Su valentía, destreza, arrojo y demás se divulgó por el reino. No era para menos.
Fue educado para lo que son educados los hijos de reyes. Y se casó con quienes suelen casarse los hijos de reyes: con una princesa hija del rey de Austrasia. La sucesión estaba asegurada. El padre, satisfecho. Primero le había salvado la vida, ahora, con el casamiento estaba salvándole el trono, la sucesión.
Y le gustaba el ambiente, le encantaba el oropel, la bulla de lo social, todo tipo de fiestas y de deportes. Y ejerciendo la caza le llegó lo que no esperaba: se le cuadro un venado, que es animal indefenso, y no sé que le vio en la mirada, que decidió cambiar de vida. La mirada del venado le nubló el ajetreo de la corte. Y cuando falleció su esposa, teniendo como tenía hijo y no peligraba por ende la sucesión, decidió dejar la corte, repartió lo que tenía entre quienes lo necesitaban y entró de monje en un convento de benedictinos. Y así comenzó a vivir la segunda etapa de su vida, la otra cara de la moneda.
Llegó a obispo en diócesis conflictiva: la gente era aficionada a los ídolos y de temperamento cruel. Cuentan que el obispo fue aplacándolos. Y los convencía con la palabra, porque la palabra bien dicha, y a tiempo, suele convertirse en milagro. Aunque de él cuentan otros muchos milagros, de esos que suenan a milagro. Por ejemplo, el del día que, celebrando misa, entró en la iglesia un hombre loco mordido por perro rabioso. La gente se asustó y como pudo salió del templo. Al poco el loco salió a la plaza y dijo a los asustados feligreses:
- Vuelvan tranquilos al templo; el obispo me ha curado con su bendición.
Y notaron que sí, que estaba curado, y el obispo Humberto, además de buen predicador comenzó a ser considerado como santo.
Murió en su propio lecho, sabiendo que moría. Cómo lo supo, no se sabe, pero un día del año727, luego de terminar una misa, contuvo a los feligreses y les dijo:
- Ya no volveré a beber este cáliz entre vosotros.
Le asaltó la enfermedad y murió. Las gentes comentaron que había muerto un santo y así se le considera. Es decir, que de cazador pasó a cazado.