Abraham o la audacia de creer (12 de marzo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Miro las estrellas y me acuerdo de Abraham, por lo de la descendencia. Voy a la playa, juego con la arena y recuerdo a Abraham, por lo de la descendencia. Porque Abraham, en principio, no iba para padre. Su mujer, Sara, estéril y anciana. Así es que escuchar de los labios de Dios que su descendencia sería tan numerosa como las estrellas del cielo y las arenas del mar parecía más que una promesa, una burla. Porque la lógica dice que creer en lo imposible convierte al creyente en iluso. Es decir, milagros puede haberlos, pero no insensateces. Y mira por donde Sara, a su edad, quedó preñada y el anciano Abraham tuvo la descendencia carnal en un muchacho al que llamó Isaac.
Nos guste o no nos guste, venimos de la religión de Abraham. Musulmanes, judíos y cristianos de ahí venimos. Y siendo tal el tronco difícil comprender por qué la inquina. Todos tenemos algo que ver con Ur, donde nació el Patriarca, y con los ríos que la fertilizan, Tigris y Eufrates, por lo que es difícil comprender la inquina en el Medio Oriente.
La historia de Abraham es historia de tragedias. Mucho vivió el hombre pero mucho tuvo que sortear. Primero obedecer la voz de Dios y abandonar su entorno fértil en busca de otra tierra que no parecía muy dada a la fertilidad. Como el vientre de Sara. Pero Abraham obedeció porque creyó. Y porque creyó, nació Isaac. Y porque creyó un ángel detuvo su mano cuando la orden era inmolar en sacrificio al hijo, al único, la primogénito, al durante tanto tiempo esperado. Y es que las ocurrencias de Dios para con Abraham no parecían de muy buen ver.
Luego lo de Lot, y lo de su esposa convertida en estatua de sal por culpa de lo de Sodoma y Gomorra, y los empeños de Abraham para expulsar al invasor. Y lo de Sodoma y Gomorra. ¡Qué terco Dios con lo de Sodoma y Gomorra!. ¿Reducir a cenizas ambas ciudades? De acuerdo, Señor, se han convertido en ciudades degradadas, la mayoría son depravados, pero siempre queda alguien que vale la pena. Aunque solamente sean diez los justos, Señor, apiádate. ¡Pues ni siquiera diez! ¿Ni siquiera? Pues aunque sean cinco. Ni siquiera cinco. ¿Ni cinco?. Solamente Lot y su familia, es decir: uno. Y hasta la mujer de Lot quedó convertida en estatua salada.
Así les que a Abraham le tocó creer contra toda esperanza, creer donde parecía que la creencia era imposible, aceptar lo que le viniera porque pensaba que Dios tenía la última palabra, y la última palabra divina siempre es salvadora.
Lo han bautizado como el padre de los creyentes, y sin embargo los creyentes de su fe andan inventándose otras creencias que no terminan de acoplarse. Creencias envueltas en sangre. Creencias que ocultan la nitidez de aquellas estrellas de la patria de Ahraham que no se podían contar, de tantas, pero que eran símbolo de descendencia grande. Creencias como para que las arenas del mar retornaran a ser todas una sola creencia, pero no.
A Abraham la iglesia católica sigue considerándolo como lo que fue: la fuente de donde fluye la fe, el encargado por parte de Dios para que esa creencia se extendiera por todos los mares y por todos los cielos. Creencia que jamás se desdibujara. Y muchísimo menos a causa de guerras que nunca acaban. Abraham hoy día en su ciudad de origen, Ur, contemplando al Tigris y al Eufrates y preguntándole una vez más a Dios:
- ¿Pero es que ni cinco siquiera?