Domingo Savio o el chaval alegre (9 de marzo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Dicen que era alegre y no tengo por qué ponerlo en duda. Malo cuando un chaval es tristón, taciturno, encogido, retraído, huraño. Malo. Pero tengo que confesar que este muchacho durante mucho tiempo no me caía bien. Y era por la estampita que me regalaron en el colegio: demasiado trajeadito, chaleco incluido y lacillo como corbata. Me parecía un chaval perteneciente a una clase a la que no pertenecía. Se me parecía al hijo del alcalde de mi pueblo los días de fiesta, cuando lo vestían un poco mejor que al resto, para marcar las diferencias. Por esto este chaval me parecía venido de otro mundo, como si hubiese nacido para ser prototipo de la elegancia, casi, inclusive, modelo publicitario para los estudiantes de colegios caros promocionando el atuendo. Que no, que no me iba.
Y es que no me iba porque resulta que no era así. Y una vez que lo conocí es como si hubiese conocido siempre a ese chaval, padre y madre incluidos, casa de vivienda incluida. El señor Ángel, su padre, un mecánico muy pobre. Lo que ganaba no llegaba. La señora Brígida, su madre, costurera a domicilio para que la economía familiar alcanzara. Esto ya me resultaba mucho más familiar. En su casa no había ducha, en la mía tampoco. En su casa no había estrenos, en la mía tampoco. En su casa su madre cocinaba estupendamente bien lo que hubiera, en la mía también. Su padre dejaba el cansancio a un lado cuando el chico deseaba jugar a alcanzarse, el mío también. Por eso digo que este chaval me suena.
Y me suena más porque él fue monaguillo, y yo también. Y más todavía porque alguien lo recomendó para un colegio donde pudiera estudiar gratuitamente, como sucedió con migo. Y le gustaba cantar, como a mí. Y perteneció al coro, como yo. Y le encantaba el deporte, ¡y cómo me encantaba a mí! Por eso digo que a este muchacho lo conozco, lo miro en un espejo de sobra familiar. Y sin embargo, no me caía bien. Y todo por el traje, por el lacito, por el chaleco. Quizá fuera envidia: jamás tuve traje con chaleco, y pensé que de muchacho jamás me puse corbata, pero he descubierto en estos días que sí, que corbata tuve, y que hasta no parecía yo, de cómo me veía. Seguro que me obligaron a ponerme como obligaron a él lo que se ponía.
Más cosas nos asemejan: la vocación de líder, el saber amarrar en torno a uno mismo a los compañeros, en inventar grupos para ciertas labores colegiales, el servir de engranaje cuando dos se caían a golpes por esas cosas que nos caemos a golpes en los colegios.
Pero algo nos diferencia: él no era rencoroso y yo a veces; el no profesaba lo del ojo por ojo y diente por diente, y yo sí; él rezaba hasta cansarse y yo solamente lo que me mandaban; él ganó durante tres años consecutivos, y por votación popular estudiantil, el Premio de Compañerismo y yo solamente lo gané una. Y sin embargo, el chaval podía agarrarse a golpes con cualquiera, como aquel día:
- Te podía pegar yo también porque tengo más fuerza que tú. Pero te perdono, con tal de que no vuelvas a decir lo que no conviene decir.
Yo en su lugar, y porque me conozco de chaval, le hubiese dado el golpe y le hubiese dicho:
- ¡Para que aprendas!
Casi lo mismo, pero la diferencia se nota.
Solamente dispuso de 15 años para llegar a santo y sin martirio como argumento, que ya es decir. Yo ando por los sesenta y muy alejado de ambas cosas. Y me cae muy bien, aunque, la verdad, todavía el trajecito me molesta un poco.