Toribio de Mongrovejo (22 de marzo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Lo Vieron llegar a Lima vestido de obispo y hubo fiesta el día que llego. Siempre se inventaban fiestas entre los españoles afincados en esta América cuando llegaban los galeones, cuando desembarcaban las carabelas, cuando había cambio de gobernador o de capitán general. En los barcos venía de todo: comida y bebida, sacerdotes y encomenderos, predicadores de la Verdad y provocadores de la misma. Venían gentes con intención de quedarse y otros con intención de retornar cuanto antes. Eso sí, quienes se quedaban y quienes retornaban traían en su mente el afán de retornar para pasar el resto de sus días len la abundancia y los que se quedaban para lograr en estas tierras feudos tan grandes como los que en España tenían los señores.
De todo venía en aquellas naves: perseguidos por la justicia, doctores en derecho para las universidades, picapedreros para continuar las edificaciones, escribanos para las escrituras oficiales, recaudadores de impuestos por orden del rey, mujeres para montar aquí negocio carnal con otras mujeres. Y santos. También venían varones deseosos de corregir los disparates que por estos lados decían que se cometían.
Llegó Toribio de Mongrovejo, revestido con historial de hombre docto. El derecho había sido su vocación y en Granada llegó a Presidente del Tribunal de la justicia. Así es que su vocación era la de imponer orden en todos los órdenes: desde los más encumbrados hasta los más humildes. Orden en la vida pública y en la privada. Orden basado en la justicia y en el Evangelio. Le habían dicho que esta diócesis de lima era un desorden en toda regla, y lo era.
Pero ¿cómo poner orden en una diócesis que se extendía por Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Bolivia, Chile y gran parte de Argentina? Seis millones de kilómetros cuadrados de diócesis para gobernar, lo cual era un imposible. Seis millones de kilómetros a recorrer, de los cuales, y en diferentes intentos, llegó a recorrer 40.000. No era costumbre de los obispos recorrer tanto. Los obispos tenían sus despachos y desde ellos hacían que circularan las leyes, las recomendaciones, los consejos, inclusive también algunas que otras sanciones. Pero poco más. Ir de acá para allá a lomos de mula por toda esta geografía impensada, desde lo más alto hasta lo más a ras de suelo no era quehacer de obispo. Que le enviaran por escrito, oficialmente, a palacio, cada propuesta y ahí se resolvía, y desde ahí volvía a partir. 
Pero no, este obispo no era de esos. Este se empeñaba en transitar la altiplanicie, subir a los riscos y bajarlos, sortear la pampa, cruzar los Andes, adentrarse por los acantilados marinos, porque en esos lugares, en esos caminos, en esas aguas, en esos picachos, en esos montes estaban los suyos: negros e indios, esclavos y quienes loe esclavizaban. Y también sacerdotes díscolos y libertinos, y también magias incomprendidas. 
Cuando preguntó por qué aquel desorden, le contestaron: Eminencia, es la ley de la costumbre. Y él meditó que se había canonizado el pecado de la costumbre, y quién contra la costumbre. Pero no solamente andaba él por estos lados: también Rosa de Lima, también francisco Solano, también Martín de Porres y Juan Macías. Y todos para derrotar a la costumbre. La cual, desgraciadamente, rebrota de cuando en vez: porque si algún pecado tiene esta tierra es precisamente el de la costumbre, el de vivir acostumbrados a mal vivir desde donde se podría obligar al bien vivir.