Simeón, dos años y mártir (24 de marzo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

No sé en qué año ocurrió ni sé si ocurrió. Es de esas cosas que, aunque ocurren, uno quisiera que no ocurrieran. Ni antes, ni ahora, ni nunca. Pero ahora ocurren, así que por qué no antes.
Secuestrar a un niño por dinero, por venganza o por fanatismo ha sido moneda corriente, hoy desgraciadamente lo es. Pero hoy lo es, más si cabe, para comercializarlo. Inclusive, hasta por motivos aparentemente caritativos.
- No tengo hijos y quiero tener uno ¿cómo lo consigo?
- Adoptándolo.
- Es mucho el papeleo.
- No hay otra alternativa.
- Alguien me ha dicho que la hay.
Andan los secuestradores de niños barajando las alternativas. Andas los compradores en pos de la pobreza asegurando que sacan al niño de la pobreza y a los padres. Andan los traficantes entre los desastres naturales cazando a los huérfanos, apartándolos del desastre para, después, venderlos para un desastre mayor. El secuestro de niños se ha convertido en una industria.
Hay niños en venta para todos los gustos y para todos los caprichos: para que una casa sin niños se llene de risas, para que una casa de prostitución alimente a los sinvergüenzas, para que en algún lugar más lejano o no tanto la mano de obra sea tan barata que casi es regalada, para que la pornografía sádica satisfaga a los sádicos, para que la aparente santidad de algunos se degrade en la intimidad con los chavales; también para cobrar rescate, también para vengarse del padre o de la madre, también porque pertenece a una tribu que no es de mi tribu, también porque es hijo de quien manda y quien manda no nos obedece. Hay carne de niño en venta para todos los gustos.
Este tal Simeón o Simón, era sólo de dos años y medio, y un tal Tobías se acercó a él, a la puerta de su casa, le sonrió, le alargó la mano, y el muchachito lo siguió. Habían comprado a Tobías para hacerse con la criatura. Y Tobías cobró. A una criatura así se la puede camelar con cualquier cosa: un globo, un caramelo, un balón, una baratija cualquiera. Y eso ocurrió con esta criatura.
Dicen que fue en un barrio de Trento, donde tres familias judías se empeñaban en el ritual del Día de la Pascua. Un niño cristiano debía morir. Crucificado, como era el rito. Para eso querían a Simeón. Y lo crucificaron. Y le sacaron la sangre para el ritual. Y luego lo tiraron al canal. Habían cumplido con su Dios. Pero no. Habían cumplido con su sed de venganza.
Lo cuentan así, y aunque difícil es creerlo, ¿por qué no? Diariamente nos topamos con casos similares. Hasta en el último maremoto, el de Indonesia, los traficantes de niños andaban poniendo el ojo a quienes el milagro había salvado. En las geografías latinoamericanas, chinas, africanas y demás la comercialización con estas criaturas es pan corriente. Así es que este increíble negocio, este pecado imperdonable, no es desde entonces sino que es hasta ahora
No sé si el tal mártir Simeón, dos años y medio, natural de un barrio de Trento, crucificado, existió. Puede que no. Pero la leyenda no es de entonces, es de ahora, y no podemos negar lo evidente. Así es que la matanza de los inocentes no es patrimonio de Herodes sino herencia de todos sus descendientes. De los de todos los tiempos. De los de hoy en día.
Hoy es el santo de todos estos inocentes.