Pelerino, el peregrino (27 de marzo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

El peregrino es hombre de aventura. Los caminos pasan por encrucijadas, en las encrucijadas se toman decisiones, las decisiones a veces son desacertadas, otras no. El peregrino es la persona que va en procura de algo, lo encuentre o no. En verdad, el peregrino siempre encuentra. Hasta el aparente fracaso del camino puede convertirse en el encuentro que uno no esperaba.
El peregrino, durante su trayecto, se topa con todo: con la bueno y con lo malo. El mayor trecho del trayecto es compañero de la naturaleza sin más, de la naturaleza agreste o apacible, del buen tiempo y del malo, de la tempestad o de la calma. El peregrino se aventura a todo. Cualquier vuelta del camino puede ser un escondite para quien quiera atentar y cualquier cueva entre peñas el solar de un anacoreta. El peregrino va almacenando en las alforjas de su alma caridades y desprecios, alabanzas e insultos, buenas y malas caras. Un albergue sí y otro no. Una limosna sí y un robo también. Aquel que se le acerca de frente puede ser lo que no parece, puede pasar de largo solamente con el saludo de una inclinación o puede ajustarse a su paso y quitarle lo poco que lleva.
Pelerino, nacido en 1200, joven aficionado a las letras, de noble cuna, decidió un día el peregrinaje, quizá por eso le trocaron el nombre.
- Ya no te llamarás Pelerino sino peregrino.
La Tierra Santa era su meta. Fue y vino. Lo que traía en el alma no se sabe, pero a la vista no había conversión. Quizá porque tampoco era tanto el mal que había hecho. Cosas de juventud y cosas de nobleza. Pecados comunes y fácilmente perdonables. Así es que no fue en busca de arrepentimiento y por ello el cambio no era, al menos, a la vista.
Mucho tendría que contar a los suyos acerca del viaje. Desde Italia a Tierra Santa hay buen trecho y durante el trayecto demasiadas aventuras, aún para aquellos que no parecen aventuras. El agua de un manantial a tiempo puede ser una aventura, y también la tormenta puede serlo, y el excesivo calor, y el calor de la lumbre por la noche junto a un pastor, en una cabaña apartada. Una conversación puede ser una aventura. Lo que aquel me contó, las personas que vi, los perros que me ladraron, las vueltas que di en el mismo camino. Todo puede ser aventura. Pero la aventura le llegó a la vuelta, al llegar a Bolonia.
- ¿Quién es aquel que predica?
- Francisco, el de Asís.
Predicaba Francisco de Asís con una predicación poética, sacada de la naturaleza, de las flores, de la llovizna, de las aves, de los animales que no eran tan fieros como los pintaban. Predicaba el santo de Asís su personal aventura, y Polerito dijo que eso le sonaba.
- ¿Y qué tengo que hacer, francisco?
- Vida modesta.
Y vida modesta hizo. Así que no hay que buscar en él excentricidades, solamente continuar con su personal aventura. Pero una vez saboreado el camino ya no era para él la ciudad, ni Bolonia ni Roma ni Palermo. La naturaleza si. El camino también. La fiebre de toparse con lo desconocido. La fiebre de platicar con el silencio. La fiebre de volver a Tierra Santa que era el destino. Y la fiebre de volver otra vez a las andadas, es decir, al camino.
Anacoreta se hizo. Con la naturaleza se arropó. Otros peregrinos cruzarían aquel camino y posiblemente llegaran hasta él.
- ¿Y qué tengo que hacer, Pelerino?
- Continuar el camino. Es suficiente.