Raimundo, el iluminado (29 de marzo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Individuos como éste se dan poco: es una mezcla de todo. Si algo se da en la vida, por ahí tiene que pasar él, o se empeña en forzar a la vida para que pase sobre él. Y por eso dicen que fue de todo, que de todo hizo, que todo experimentó: caballero, filósofo, místico, poeta, padre de dos hijos.
Loco a rabiar en su juventud. Y para que nadie lo dude, lo dejó escrito: “He estado casado y he tenido hijos. He sido un hombre acomodado, lascivo y mundano. Todo cuanto tenía en el mundo lo dejé para honrar a Dios, procurar el mayor bien de mi prójimo y exaltar nuestra Santa Fe”. Y lo hizo, a su manera, pero lo hizo.
De vivir la juventud a tope, estrafalariamente, pues sí. No había lugar fijo para sus andanzas, no había juerga que desechara, no había pendencia donde no estuviera sumido. Era un estudiante dado a que todos se fijaran en él, no por lo correcto que era sino por lo estrafalario. La aventura era su sino. El lugar fijo no le pertenecía. La experimentación de lo que fuera era su metodología.
Inclusive cuando dicen que se asentó, a eso de los treinta años, continuó a su ritmo. Escribía a troche y moche, filosofaba, componía versos, hablaba en público, predicaba donde fuera: predicaba sin que fuera predicador. Tal así que consiguió autorización del rey Jaime II para predicar no solamente en iglesias, no solamente en las aulas sino lo más escabroso, lo más fuera de contexto. Predicar en sinagogas y mezquitas.
Aunque no era hombre de monasterios, también los fundó. Funda uno en Mallorca para once franciscanos con la intención de que estos frailes aprendan árabe. No se puede ir a los Santos Lugares a convertir a los infieles sin ir pertrechados con su propia lengua. Eso decía, y razón no le faltaba. Así es que antes de predicar, aprender la lección.
Era hombre de letras, no cabe duda. Y de buen escribir. El catalán se precia de su pluma. Pero igualmente hombre de corte. Por donde iba, en sus correrías, tenía que llegar hasta la corte. Conocía ese mundo. Había sido Mayordomo real de Jaime I, del infante don Jaime y de Jaime II. Conocía todos los intríngulis.
Y es verdad que su última obsesión, la cual duró cuarenta y cinco años, fue la de lograr una sola comunidad de fe. Los príncipes podían lograrlo. Las cruzadas todavía tenían sentido. El mismo lo escribe: “Aprendí el árabe y me esforcé en la conversión de los musulmanes. Me han atado, insultado, encarcelado. Durante cuarenta y cinco años me he esforzado por convencer a príncipes cristianos y a los prelados que ellos pueden promover la común prosperidad de la Iglesia. Ahora soy viejo y pobre, pero aliento todavía el mismo propósito y confío que, con la gracia de Dios me mantendré hasta la muerte”.
A decir verdad, no se sabe como murió. Anduvo primero misionando por África, por Chipre, por Asía Menor. Y definitivamente se marchó a Jerusalén. Y ya no vuelve. ¿Murió mártir? ¿Murió de muerte natural? ¿Murió en alguna escaramuza?
La muerte lo esperó en algún recodo que posiblemente él no esperaba. Empeño en lo que pretendía lo ponía a raudales: en lo mejor y en lo menos bueno. Pero, eso sí, su empeño último fue el de que todos creyeran en lo mismo. Y por eso se enfrentó también al Papa de Avignón, cuando el Cisma.
¿Se trata de una vida alocada?. Puede. Pero es que las obsesiones, inclusive aquellas que tienen buenos propósitos y buenas intenciones, son la comida de los que se entregan. Y este Raimundo, mallorquín, caballero, filósofo, poeta, padre, escritor y místico fue un obseso de sí mismo. Lo llaman El Iluminaldo.