... que muero porque no muero (10 de mayo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Era chiquito, enjuto, moreno y apóstata. Y después santo. O santo cuando era apóstata, que es lo más seguro. O santo por ser apóstata, que es lo que yo creo. Era castellano de Ávila, que es una forma muy pétrea de ser castellano, quiero decir, una esencia mística labrada con el cincel de los picapedreros que por esos entornos hay. Era hombre de caminos y de conventos y por serlo apóstata le dijeron, oficialmente se lo dijeron, y oficialmente fue encarcelado en un convento toledano con todas las de la ley eclesiástica. Como Juan de la Cruz se le conoce porque quiso que la cruz fuera la resurrección de la vida monacal allí donde la vida monacal había abandonado la cruz. Se asoció para tal empresa con Teresa de la Cruz y ambos lograron los imposible: hacer que los carmelitas y las carmelitas se miraran en un espejo todo deformado por el vaho del relajo para que se vieran el rostro tal cual y para, una vez, aclarados, se aclararan la conciencia.
Me gustan estos personajes tenaces, estos señores de la pura verdad que andan por la vida defendiéndola, y que si por ella hay que penar, se pena. Me gustan estos tipos enamorados, místicamente o no, que hacen del poema un retrato de sí mismos sin trampa alguna: alegría cuando el día es diáfano y pesar cuando la noche es tormenta en la conciencia: Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero.
San Juan de la Cruz no fue milagrero y de él decían que era normalote, de buena conversación y de muy buena pluma. Lo que él hablaba con Dios fue solamente confidente su conciencia y Teresa de Ávila, compañera de reforma carmelitana, compañera de arrebatos místicos, compañera de secretos y amores, y compañera de pluma. Entre los dos fueron haciéndose el uno al otro y en los poemas está lo que se dijeron y quisieron que perdurara; lo otro es secreto.
Así que este hombre bajito, de un moreno castellano cincelado por el sol, las heladas y los vientos, apóstata oficial, prisionero oficial, y después santo oficial es de los tipos que merecen la pena: en aquel tiempo y en todos los tiempos.
Buscando mis amores
Iré por esos montes y riberas;
No cogeré las flores
Ni temeré a las fieras
Y pasaré los fuertes y fronteras.
Estos son los santos que me gustan, los que no inventan milagros porque el mejor milagro es su quehacer, contra viento y marea. Y no hay viento peor, ni marea más arrasadora, que aquel que sopla desde los claustros y aquella que avanza desde las conciencias enclaustradas en sí mismas y envidiosas. Ahora es fácil decirlo, pero hay primero que transitar la Noche oscura del alma para después entonar el Cántico espiritual y encender la Llama de amor viva.
Dicen que ningún pintor dejó retrato físico de él en su tiempo pero yo me lo imagino como un castellano de Fontiveros, como un estudiante salmantino, como un rebelde de conventos que han desertado de la rebeldía y se han asentado en la holganza. Y es que no se puede ser poeta y ser malo porque a la maldad todos la entendemos y a la poesía no todos. Y es que no se puede ser enamorado de lo sublime sin que el sublime amor te marque el sendero.
Así es que este pequeño Juan, condenado a prisión conventual por ser quién era, acudió al amor líricamente místico para deshacerse de todos los entuertos, y para buscarlo por todos los caminos: 
Buscando mis amores
Iré por esos montes y riberas
No cogeré las flores
Ni temeré a las fieras
Y pasaré los fuertes y fronteras.
Y por esos pagos anduvo, traspasando fuertes, fronteras y noches oscuras, pero abrevando también en manantiales, alargando su figura en los montes, sorteando las riberas sin tronchar las flores. Las flores, que eran con perfume místico, han florecido eternamente en sus poemas.