Pedro, el Obispo que se fugo (8 de mayo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Lo cantan los juglares por caminos y plazas. Lo divulgan rasgueando laúdes y vihuelas: ¡Se ha fugado el obispo de Tarantasia!. Lo corroboran los mercaderes en las tabernas, entre cuenco y cuenco de vino: ¡Ha desaparecido el obispo de Tarantasia!. Y también los caballeros, los soldados, los que van de feudo en feudo lo aseguran: ¡Pedro, el obispo de Tarantasia, abandonado su palacio.
Puede que no haya abandonado, quién sabe si los bandoleros se han hecho con él para pedir rescate, no para robarle, porque robarle ¡qué le van a robar si nada tiene!. Puede que algún señor feudal haya dado la orden: ¡No me conviene lo que hace, no me place lo que predica, los labradores, por culpa suya, se quejan de lo que nunca se han quejado!. Es posible que algún señor feudal haya dado la orden. Matarlo posiblemente no, pero sí esconderlo en cualquier bosque, hasta que pase la tormenta, hasta que decida dejar de predicar lo que predica. 
Eso es lo que comentan algunos que ha podido suceder. Cada trovador inventa su historia. En Tarantasia se comentan muchas historias: ha querido poner orden en los disolutos clérigos y los disolutos clérigos no se lo han permitido. La tienen recluido en un convento, a pan y agua, y delante de él hacen de las suyas, como venganza. Asi cuenta un juglar. Otro canta: No han sido los clérigos, han sido las mujeres de los clérigos. Han sido ellas quienes lo recluyeron en casa de mujeres para que se deje de tanta tontería y se aficione a ellas. Unos lo creen, otros no. El obispo fue enviado a esa diócesis precisamente para poner orden: orden en los feudos, orden en los que compran los cargos eclesiásticos para lucrarse en ellos, orden en las supersticiones que no solamente no combaten los religiosos sino que las propagan, orden en los herejes que han desviado de las mentes de los sencillos las doctrinas de Cristo, orden en la codicia de los poderosos, orden en la flaqueza de la carne, orden inclusive en la propia calle, donde el hurto prospera, donde el robo se ha convertido en costumbre. ¿Cómo va a abandonar la diócesis precisamente ahora que el orden ha comenzado a prosperar?.
Pues sí, Pedro, obispo de Tarantasia, por propia voluntad, se ha escapado del palacio sin dejar prenda, y disfrazado ha salido de la ciudad, ha atravesado montes, se ha escondido en chozas, ha cruzado la frontera, ha tocado a la puerta de una abadía y ha rogado se le admita para ejercer, además del rezo y la penitencia, los trabajos más humildes. Dice que sabe de labrar la tierra, pues en el campo nació y su padre y hermanos la labraron. Y allí, entre latines, música gregoriana, meditaciones y labranza logra que transcurran los días.
Hasta que llega uno llamando a la puerta:
- Tu eres el obispo Pedro, el de Tarantasia.
- ¡Qué dices!
- Eres tú, me diste un día un mendrugo.
Así cuenta el juglar que lo descubrieron. Y otro cuenta que tuvo que retornar a la diócesis. Y otro que ahora son más los milagros que antes. Y otro que las mujeres de los clérigos van a confesarse, y que los señores feudales ya no atormentan tanto a los labradores.
No le quedó más remedio. Retornó a la diócesis. Y, como siempre, unos lo vieron con buenos ojos, los que siempre miran a los buenos con buenos ojos, y otros con malos, los que siempre miran a los buenos con mirada retorcida. Y es que la santidad tiene estas disyuntivas.