Felipe y Santiago, amigos (4 de mayo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Me los imagino oteando desde el monte, trasladándose en barca por el lago Tiberíades, aguardando la respuesta de la Samaritana, chismeando en un rincón contra los escribas y los fariseos, diciéndole a los que se acercan para las curaciones que no se apuren, que todo llega, ufanándose de las amistades del Maestro, esos amigos de Betania, ese José, el de Arimatea, tan influyente; me los imagino discutiendo sobre la conveniencia o no de los sicarios, de los zelotes, de los que se inclinaban por medidas más radicales; me los imagino discutiendo las parábolas ¿entendiste algo, Felipe?, Maestro, Santiago no entendió; me los imagino en casa de Simón, cuando la suegra enferma, y cantando en el matrimonio de Caná, y ayudando con las redes a quienes de las redes viven; me los imagino cuando el leproso hacía sonar la campanilla, cuando en el lago arreciaba la tormenta, cuando comenzaron a oír que a Jesús los del Sanedrín le habían puesto el ojo; me los imagino contando lo que queda para finalizar el mes: ¡que no llega, Maestro!, ¡Consulten con Judas!
Me imagino a Felipe aquel atardecer, tanta gente allí, esperando a que el Maestro hable, tanta gente que no se sabe de dónde ha venido, ¿de dónde habrán venido tantos, Santiago?, ¡de todas partes!. Tanta gente y de todas partes. ¿Y cómo les daremos de comer?, porque sin comida no pueden regresar. ¡Pues pregúntale al maestro!
- Maestro, ¿cómo vamos a dar de comer a tanta gente?
- Reúnan cuanto tengan.
Me los imagino en aquello que uno tiene que imaginárselos, en lo que no consta en los evangelios, en su vida privada, en sus sobresaltos, en aquel necesario preguntarse ¿hago bien en seguirle?.
- Santiago, ¿hacemos bien en seguirle?
- Yo tengo confianza.
- Claro, eres su pariente.
Me los imagino antes y después.
Tuvo que ser duro para los apóstoles el trago de la crucifixión. Qué pasó en ese momento por su cabeza, nadie lo sabe. Sospecho que mucha frustración, sentimientos de derrota, de no saber qué hacer, de darse a la desbandada.
Un día Santiago escribía una carta y se acordó de Felipe. Y escribió: “La fe sin obras es cosa muerta”. Recordaba cuando le dijo: ¿Cómo vamos a dar de comer a tanta gente?
Pero luego del primer y segundo intentos la cosa se aclaró. Había que predicar las enseñanzas del maestro. Cada uno por su sitio. El reino es más ancho que Betzaida, más que Israel inclusive. El reino está siempre más allá, al reino hay que sembrarlo donde no se le conoce, en la tierra apta y en el pedregal. Y así hicieron. Uno por acá, otro por allá. Estaban claros en la suerte que les esperaba, no otra distinta a la del maestro. A Felipe lo crucificaron, a Santiago lo subieron a la parte más alta del templo y lo arrojaron al precipicio. Pero sabían que no había marcha atrás. De un sitio y de otro los discípulos crecían. De un sitio y de otro llegaban buenas nuevas porque, aquellas que parecían malas como “han matado a tantos de los nuestros” se convertían en excelentes.
Hoy sabemos quienes son y por qué, pero me pongo a pensar, ¿qué pensarían ellos mientras tanto?