La Santa Cruz (3 de mayo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Tengo que ser sincero: la leyenda de Constantino no me va, ni siquiera como leyenda. Prefiero, por eso, que se quede en leyenda. Eso de colocar a la cruz al frente de las batallas, eso de que Cristo sea protagonista en los combates armados, se ganen o se pierdan, no es de mi devoción. Y no por la cruz, Dios me salve, sino por las batallas. Sé que a Jesús de Nazaret lo mataron con toda la parafernalia de la soldadesca, lanza incluida, túnica jugada a los dados, esas cosas. Pero de ahí a la revancha, pues no me va. Ni siquiera como leyenda piadosa. Toda batalla con cruz de por medio comienza a ser sospechosa. Toda guerra, invocando al dios que sea, se convierte en sacrilegio. Por eso prefiero obviar la leyenda de Constantino y de su santa madre. No creo que Dios se preste para esas revelaciones.


Prefiero, eso sí, la cruz a secas, el crucifijo que llevo puesto, el cruceiro galaico a la vera del camino. Tampoco me gusta la Cruz del Valle de los Caídos, precisamente por lo de caídos, tampoco por la cruz. Y es que no me gusta la exaltación de la muerte ignominiosa de la guerra. Los mártires iban con la cruz no en son de batalla sino en son de un triunfo que llevaba implícito la supuesta derrota de la vida. Y eso es otra cosa. Por eso veo la exaltación de la Santa Cruz con otra mirada, para otras conquistas más fructíferas, para creencias en las que no haya derramamiento de sangre inocente. Eso de “con este signo vencerás”, pues sí, pero no en Afganistán, por decir algo.


Si hay algo de lo que me enorgullezco es de la cruz, pero no como derrota sino como la victoria de uno mismo luchando consigo mismo. El resto de las batallas se me antojan intrascendentes. Quizá por eso no soy devoto de todos los pintores sobre este particular. Los hay que exaltan la muerte a secas, los hay que exaltan la resurrección a través de la muerte, como El Greco. Ante cuadros así uno puede arrodillarse. Inclusive ante cuadros como el de Dalí, como los de Dalí sobre el crucificado, que son exaltaciones no derrotas. Puede que lleven un deje de mundaneidad en lo plástico, pero es que lo mundano también necesita de ese paso ineludible de la muerte a la vida.


Tampoco me gustan las sucesivas leyendas de Santa Elena en procura de la cruz verdadera. Las otras dos cruces encontradas supuestamente por la santa quedan envilecidas, y eso no puede ser. Todo crucificado lo es sin necesidad, porque es un ajusticiado, y el posible pecado cometido únicamente es de su incumbencia. Meterse en los pecados de los demás es ahogarse en un pozo de incomprensión.


Soy devoto de la Cruz. Allí donde me topo con una tengo que detenerme. A veces lo hago por cuestión estética, es verdad, pero al final siempre uno termina persignándose, que es de lo que se trata: de la aceptación de una verdad incuestionable. Soy devoto de la cruz humana y de la cruz divina porque, a la postre, ambas son la misma. Soy devoto de la cruz a secas, esa sobre la que yo puedo colocar a todo aquel que ha sido crucificado sin razón, que son todos los crucificados.


No colecciono cruces, aunque no desdeño ninguna. Acepto la que tengo a mano, sobre todo la que cuelga desde mi cuello. La siento pegada a mi piel, y que no me falte. Se trata de una señal de identidad que es el Signum. Por eso, para mí, todos los días es el día de la cruz porque todos los días me persigno en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu. Amén.